No han dado las dos de la tarde y el tráfico en la Ciudad de México es la misma tortura de siempre. No sé bien dónde estamos, solo confío en que el taxista me conduzca hasta el número 54 de la avenida Juárez donde me alojo. Una calle infinita y después otra, el cielo pardo y contaminado de la mayor urbe del mundo hispano. Sopor. Hasta que el taxista, que acaba de asegurar la puerta, advierte: “Esta es la colonia de Buenos Aires, donde matar es gratis. Nunca venga por aquí”.

Página del periódico del Campeonato del Mundo de Pelota Vasca en Ciudad de México.

Tengo 23 años y estoy cubriendo para DIARIO DE NOTICIAS, el Campeonato del Mundo de Pelota Vasca. Es octubre de 1998 y apenas dos meses antes, Iñaki Hernando, director general, ha tenido el arrojo de autorizar una cobertura de casi dos semanas, a 9.100 kilómetros de Pamplona, que va a costar más de 300.000 pesetas y que correrá a cargo de un periodista inexperto. Una decisión, hoy inimaginable, que siempre le agradeceré.

Página de deportes dle Mundial de México'98. DIARIO DE NOTICIAS

Te vas a México, chaval, no nos falles”, me dice Manolo Bear, el director, y sus palabras se me graban en la cabeza. Las recuerdo en el taxi, detenido en un semáforo en mitad de esa colonia de Buenos Aires que en realidad parece un barrio cualquiera, con sus puestos de tacos ambulantes, sus vendedores de refrescos a la sombra de los fresnos. Y también todas las tardes, cuando, después de cubrir las competiciones, abro la puerta de la habitación del hotel, temiendo que alguien me haya robado el ordenador.

Página del periódico dedicada a las semifinales del Campeonato del Mundo de Pelota Vasca.

Duermo en el Bámer, que en 1998 ha dejado atrás definitivamente sus años de esplendor. Conserva su afamado restaurante en la entreplanta abierto 24 horas, las vistas hacia la Alameda y el orgullo de haber resistido en pie, en 1985, el seísmo que asoló la ciudad, con nadie sabe cuántos muertos. 3.600, dijo el Gobierno; más de 10.000, la Cruz Roja.

Todo es impreciso y excesivo en el febril México. Resulta más probable toparse con un detective salvaje de Bolaño que con alguien que haya oído hablar allí del Mundial de Pelota Vasca. A mí me da igual. Yo escribo para Navarra, donde la pelota es religión, y lo hago todas las noches, tratando de abstraerme de las parrandas interminables de mis vecinos de planta, Richard y Vladimir, los pelotaris cubanos. “Los reportajes están bien, pero como fotógrafo no te vas a ganar la vida”, me animan desde la redacción. Qué más da. Yo creo estar viviendo mi primera aventura periodística. Firmo como enviado especial, nadie cuenta las pequeñas noticias del Mundial antes que yo –no tiene gran mérito; soy el único periodista dedicado en exclusiva a ello– y disfruto con un deporte que descubro día a día. Soy feliz.

Juantxo Apezetxea, ganador en mano individual. ARCHIVO DIARIO DE NOTICIAS

Charlar todas las noches con Enrique se convierte en otra de mis rutinas. Es el ascensorista del Bamer, el que cubre el turno de noche. Joven, no ha cumplido 30 años, distrae el sueño leyendo novelas de Galdós en viejas ediciones de tapas blandas e ilustradas. Habla de su vida, de las cuatro horas de autobús diarias que necesita para abrirse camino en la vida; yo de la mía, mucho más fácil, la verdad. Él acciona los mandos, abre y cierra puertas, una ocupación fuera ya de tiempo. Cinco años después de conocerle cerró el hotel. Juntando estas líneas he vuelto a pensar en aquellas semanas de octubre que confirmaron mi decisión de ser periodista, pero también en Enrique. La suya no era la única profesión que moría con el cambio de siglo. También el periodismo se adentraba en años convulsos, muchos empleos iban a desaparecer.

La era de las coberturas largas, de los redactores que viajaban pagados por un periódico sin más prisas que la hora del cierre, tocaba a su fin. Ahora está naciendo otra, no sin dolor, entre titubeos, equivocaciones, y aciertos. Más inmediata, con infinitas posibilidades, dicen. El papel sobrevive, pero el móvil se ha convertido es el canal principal de lectura. Lo único que no puede cambiar es la vocación: contarlo. El día que se apague nos extinguiremos.