El siempre impresionante espectáculo del ballet con música en directo, que de vez en cuando nos sirve la Orquesta de Euskadi con el Ballet de Biarritz, nos trae, esta vez, el controvertido personaje de María Antonieta, reivindicado, últimamente con más complejidad que su famosa y sofisticada frivolidad. María Antonieta y todo lo que le rodea, claro; o sea la cumbre del desmedido barroquismo cortesano. Efectivamente, el desarrollo de los diversos cuadros de este ballet -sobre todo los corales, los del cuerpo de baile- es como un paseo por esas hileras de habitaciones de los palacios; todas preciosas, distintas pero muy parecidas, y que uno no se cansa de admirar. Fue, a mi juicio, lo mejor de la propuesta de Malandain, ese continuo desfile de estampas cortesanas, con una compañía excelentemente vestida -cola barroca en cascada sobre espalda desnuda-, disciplinada, que cuadra la simetría con una elegancia que le da soltura y personalidad a cada individuo; que cae limpia y matemáticamente sobre el compás, bien marcado, de la batuta de Mélanie Levy-Thiébaut y la música de Haydn, y que sigue no sólo el ritmo, sino el tactus y la limpieza del más puro clasicismo en la misma sintonía de la columna dórica; pero que, a la vez, con puntuales pasos transgresores, la trasciende. Es una coreografía muy bailada, y esto se agradece mucho. Toda la música que se interpreta, se baila. Su fórmula es invariable y eficaz: planteamiento de los pasos en los diferentes temas, y adornos y variaciones -de tres en tres, en mitades de grupo, etc- en las repeticiones (da capos que se dan en casi todas las secciones). El ballet reproduce, así, y visualiza la preciosa arquitectura de la música del clasicismo; un clasicismo sólido pero a la vez trascendido por ambos márgenes: el barroco del adornado, y el novedoso y algo más esquinado de lo contemporáneo. Ambos, esplendorosamente resueltos por los bailarines que, francamente, evolucionan a un altísimo nivel; pero con un resultado, vencido hacia la coreografía del esplendor barroco.

Porque, en la otra cara de la moneda de esta función -ciertamente, siempre bellísima- está, a mi juicio, la no culminación emocional de los encuentros íntimos, descritos con algunos pasos novedosos y conseguidos, como los bailados en el suelo, pero que no terminaron de separar bien el drama personal y el ambiente que parece siempre festivo. Tampoco el final, que pide sangre, es conmovedor: aunque el populacho se agrupe al estilo de Gades, y suene el barullo de la revuelta, la música de Haydn -ni siquiera con la tempestad- aporta el suficiente dramatismo. No nos podemos sustraer al final de Diálogo de Carmelitas, por ejemplo, de Poulenc, que, en la puesta en escena de algunos regidores (Carsen) es acongojante. Pero esto es una opinión muy personal, e, indudablemente, contaminada.

Porque el disfrute de la velada fue mayúsculo. Me encantó, como siempre, el sentido el humor de Malandain -aunque en esta ocasión hubo menos- en la coreografía de la mesa y los exagerados braceos de los bailarines al comer. El teatro dentro del teatro con ese Perseo y la Medusa a modo de los triunfii, que en la corte francesa preconizaron el ballet, y toda su serie de figuras coreográficas salidas de las vasijas griegas. Espectacular el juego de abanicos. Muy solvente el desfile de solistas, todos a la altura de su rol. Todo impecablemente bonito, evolucionando sobre la meseta cumbre de la música de Haydn, siempre respetuosa y envolvente, desde el foso, para bailarines y público. Este premió, agradecido, la sesión.