PAMPLONA. Sílvia Munt dirige a Eduardo Blanco, Gonzalo de Castro, Elisabet Gelabert y Tristán Ulloa en esta obra del genial dramaturgo neoyorquino, capaz de diseccionar el alma humana pliegue a pliegue, con la firmeza con la que un experimentado cirujano maneja su bisturí. Con una precisión que a veces duele. Porque nos desnuda. Nos ve. Por eso mismo sus textos son tan necesarios. Urgentes, incluso. En este caso, El precio. Dos hermanos se reencuentran en el desván de la casa familiar después de 16 años sin hablarse. Víctor, un humilde policía a punto de retirarse, y su mujer Esther convocan al hermano mayor, Walter, cirujano de éxito, a un encuentro con el tasador para decidir el precio de los viejos muebles familiares. Pero esos trastos no son lo único que hay en la casa: también hay un montón de recuerdos. Fantasmas.

Lo primero, una reflexión. Arthur Miller es un genio y siempre apetece acercarse a su trabajo, pero también da respeto, porque de una obra suya una no sale igual.

Totalmente de acuerdo. Por eso es un grande, un clásico, y por eso volvemos a él. Es alguien que tiene la virtud de conocer las partes más recónditas del alma humana y, además, sabe cómo retratarlas en una obra de teatro. Dos virtudes juntas. Me pasa con todas sus obras, pero más en El precio, que es un texto de mucha madurez, y con el que ya no entra tanto en lo social o en un hecho concreto que quiere defender o criticar, sino que habla de nosotros mismos y de la nuestra imposibilidad para ser mejores. Vuelve la lupa hacia dentro y se pregunta cómo eliges los actos de tu vida, cómo escoges en cada momento ser quien eres, por qué muchas veces culpabilizas a los demás de algo que es culpa tuya, cómo hay que afrontar esta vida... No es casualidad que ponga en medio de esta situación familiar a un tasador judío de 90 años y que acabe la historia como la acaba, con la risa de ese personaje y con esa necesidad de ir colocando las cosas en un sitio que nos permita sobrevivir. Es una obra de una reflexión brutal y me enamoró desde el primer momento en que la leí. Me transformó. Miller siempre va un poco más allá y eso es muy difícil.

El autor vuelve a abordar el tema de la familia, muy presente en su trabajo. Al final, todos venimos de una y, en gran medida, somos como somos en función de lo que vivimos en su seno.

Es que la familia es un tema del cual podríamos hablar constantemente porque no se acaba. Y ponerla en tela de juicio continuamente es un acto saludable. La familia es el sitio de donde provenimos; donde nos han protegido, normalmente, no siempre; donde nos han adjudicado un lugar, una manera de ser, una educación, unos traumas... Y, evidentemente, heredamos las carencias de la familia de una forma o de otra, y eso hay que saberlo, porque a veces parece que sea una institución intocable. Las religiones la colocan en un pedestal y eso ha hecho mucho daño. Está muy bien saber de dónde vienes y quiénes son tus padres, a los que muchas veces cuesta ver y reconocer que no son tan perfectos como creías. En ocasiones vives sobre una mentira que te hace descender por una rampa que no te conduce a ningún buen lugar. La familia es imprescindible, pero también contradictoria; es como el río que nos alimenta, pero que muchas veces lleva agua contaminada. A mí a veces me dan miedo esas madres capaces de defender a sus hijos ante cualquier cosa que hayan hecho. Y al revés.

Dicen que la sangre tira.

Eso puede ser tremendo. Esa capa protectora puede convertirnos en monstruos, como si solo nos importaran aquellos que llevan nuestros genes. Sobre lo de la sangre siempre he pensado que hay que mezclarla bien porque si no ya vemos adonde van a parar los Borbones... Siempre hay que airearla.

Muchas veces nos llenamos la boca diciendo no, mi familia nunca caerá en esas riñas por dinero o por propiedades, no somos como las demás. Y un día...

Uf, somos todos demasiado iguales. La vida nos va perfilando bajo un patrón al que estamos sometidos y lo que tienes, dinero y posición social, se acaba convirtiendo en lo más importante. La sociedad funciona así. Somos como ovejitas que seguimos el camino marcado. Muchas veces, hasta los matrimonios son contratos, más o menos lícitos, con los que puedes vivir un poco mejor, puedes compartir un piso mejor, puedes tener una cierta seguridad económica... Y antes no digamos, porque cuando la mujer se debía a sus labores y poco más, respondía ante el jefe. No quiero decir que los contratos de amor sean fáciles, nada lo es, pero al menos disfrutas durante un tiempo.

La familia no deja de ser un microcosmos de la sociedad. De una sociedad que tanto en esta obra como ahora está en crisis. ¿Cómo ha reflejado esa situación? Cuando leí la obra, lo que me tocó más de cerca es comprobar que no habíamos aprendido nada. Por eso decidí no cambiarla y que sucediera en 1968. Esta historia sucede casi cuarenta años después del crack del 29. Los dos hermanos se citan después de 16 años sin verse porque tienen que vender los muebles familiares, y en ese encuentro vemos qué consecuencias tuvo el crack en esta familia, que quedó arruinada económicamente y, como es lógico, devastada emocionalmente. Y eso nos acaba de pasar aquí.

O sigue pasando.

Eso es. Parece que son crisis cíclicas y a veces hasta llegas a pensar que están hechas así para que sepamos que vivimos en la cuerda floja, en unas coordenadas que siempre controlan los mismos y nunca nosotros, y que de vez en cuando nos arrasan para que entendamos que podemos estar mucho peor. Para mí era importante mostrar que lo que nos ha pasado en la última crisis ha sido prácticamente lo mismo que lo que les pasó a quienes sufrieron la de 1929. Hemos reaccionado más o menos igual. Y digo más o menos, porque en el documental que hice hace tres años La granja del Paso conté la historia de familias desahuciadas que iban a la PAH como único recurso y que allí encontraban una fuerza y una unión que les hacía creer que al menos podían pelear. Y pelearon y pelean y han conseguido muchas cosas. Nuestra visión sobre el mundo de la banca ha cambiado, ahora vemos lo que son, antes nos habían engañado mucho. Algo es algo. Esto es un cambio, aunque a nivel particular, emocional, personal de cada uno, la crisis es la misma. Para mí era muy importante plasmar que no hemos aprendido nada.

Es devastador, ¿hay lugar a la esperanza?

Yo creo que la esperanza es la lucha. No digo la conquista, digo la lucha. La esperanza es que tú sepas qué hay que mejorar, que algo está mal. La inconsciencia y la estupidez son lo peor, y te las encuentras demasiado a menudo. Es como vivir tranquilamente y feliz sabiendo que estás sobre un volcán donde unos se están quemando y otros lo sobrevuelan con un helicóptero. Pero si eso lo sabes, y creo que la sociedad es cada vez más consciente y se agrupa para conseguir pequeñas cosas, es diferente. Por otro lado, siempre que yo me quejo de cómo está todo, mi madre, que es muy sabia, me dice haz el ejercicio de tirar cincuenta años para atrás, y luego echa otros cien, otros doscientos... Verás lo que era estar mal. Y tiene razón. Por supuesto que hemos llegado a un extremo medioambiental muy duro, pero lo que es el hambre al menos en este lado del mundo, el individuo, la libertad, la mujer, los servicios, la sanidad...

También es bueno señalar lo que hemos mejorado.

Claro. Para mí hay una cosa que me enorgullece como ciudadana de esta sociedad, y es la Seguridad Social. Y el delincuente que quiera ponerla en tela de juicio está traspasando una línea muy peligrosa. Es algo que hemos hecho entre todos, hemos llegado al punto de saber que nadie debería morir por ser pobre... Déjate de banderas y de cosas así, este es el orgullo más grande este país. No hay que olvidar que hicimos esto por el bien común.

¿Le costó mucho encontrar a los actores adecuados para encarnar a estos personajes tan grandes?

Es imposible plantearse esta obra sin un reparto ideal. Son cuatro personajes muy potentes, están hechos desde la absoluta verdad y aguantan en un único espacio y tiempo todo el rato. Pasé casi año y medio para conseguir a los actores que yo quería. Eduardo (Blanco) fue una apuesta de riesgo, hay pocos actores mayores que sigan trabajando, llamé a los que hay y, en efecto, estaban con proyectos. Yo era fan de Eduardo, creía que podía aparentar esa edad, le llamé y aceptó entusiasmado. Tuve una suerte enorme.

Su personaje es muy especial en la historia, incluso resulta cómico.

Es el alivio cómico. El personaje aparentemente está puesto en medio del drama para que la gente respire entre notición y notición, pero, a la vez, con ese humor y con esa ironía va dando la clave de la obra.

Para una directora de teatro, lleva a Miller a escena es una enorme responsabilidad, pero seguro que también resulta una gozada trabajar con esas frases magistrales.

Es una gozada. Con algunas obras pasa que quieres quitar frases porque hay textos que se cargan de palabras y el espectador de hoy en día es más rápido, ha entendido las cosas antes y no hace falta explicarlas tanto. Al contrario, hay que mantener su atención dándole las claves justas. Sin embargo, Miller va trazando una anatomía emocional y te va llevando de la mano de forma que nunca te acabas esta obra. Cada vez que la montas le encuentras cosas nuevas, está llena de vida, de matices, de contradicciones... Es interminable.

Hace muchos años que no vemos a Sílvia Munt actuar, ¿es tras el escenario y la cámara donde ha encontrado más satisfacción?

Sí. Hace ya veinte años que premeditadamente dejé de actuar. Mi última obra de teatro fue Ángeles en América. Acaba de hacer Secretos del corazón, estaba en una serie con Pajares y sentí que tenía que evolucionar. Me pasa cíclicamente que necesito hacer algo que implique escuchar mi propia voz, mi manera de entender la vida, mi libertad. Empecé por hacer un corto, Lalia, sobre los campamentos de saharauis, y fue muy bien, tuvo muchos premios y me dije que igual servía para esto. Entonces empezaron a ofrecerme dirigir películas para televisión, luego hice documentales, más tarde películas para cine, teatro... Poco a poco fui haciendo de todo y cada vez que me ofrecían trabajo como actriz había algo que me hacía rechazarlo. Mi cuerpo, que al fin y al cabo es el que percibe, me decía que dirigiendo me sentía más libre. Poder hacer lo que yo quiero es mi mejor medicina y, aunque parezca una contradicción, voluntaria e inconscientemente, me fui decantando por la escritura de guiones y la dirección. En esta etapa he encontrado mi libertad y mi manera de hacer las cosas.