se besan, se abrazan, se achuchan, se estrujan, se apretujan, se encariñan, se intercambian sudores, toques y caricias, y se sienten gratificados/as en un ejercicio de empatía que sobrepasa los límites de la razón y la humana fraternidad; en un ritual repetitivo de manifestaciones amorosas que todos los días aparecen en nuestras pantallas, como signos de identidad de que todos somos hermanos, nos amamos y nos soportamos farisaicamente en cuanto nos ponemos delante de una cámara o nos paseamos por un televisivo plató. Esta tele de nuestros amores y desamores ha hecho del beso santo y seña de una forma de comunicación caliente y entrañable en la que casi todos somos buenos. Lo que está ocurriendo en la fase final de La Voz es muestra palmaria de un desfile de besos, besitos, besazos que a troche y moche se prodigan antes y después de cada actuación musical. Concursante besa a coach, entrenadores abrazan a discípulos, madres abrazan a hijas, e hijos besan a presentadores en una cadena de amor empalagoso y falsete. Auténtica cascada de efusiones hasta altas horas de la madrugada. Entran incontenibles ganas de besar a la pareja, a la mascota gata que reina en casa o a abrazarse a la caliente pantalla donde Paulina hace de besadora mayor del reino. Un desborde de emotividad y hacer caliente de un medio que se prestan a esta rollito bueno de beso y tente en pie. Salvo los programas informativos, el resto de las parrillas incorporan el beso como mecanismo de interactividad y narración calentita y besucona. Es un modo/a de comunicación cercana, más allá de la educación del saludo burgués antes y después de la actuación. Una amplia gama de besos, que en ocasiones incendian el plató con las efusiones de nunca acabar de Chenoa, Llacer o Corbacho. Una forma de comunicar que hace de la tele un electrodoméstico amable y cariñoso. ¡Ojo con contagios desagradables, pero amenazantes y latentes!