Muy agradable, casi conmovedor, el Beethoven, escondido de las programaciones habituales del sinfonismo, que nos ofrece la orquesta vasca. Este Beethoven sereno y que se asusta cuando estalla la tormenta; o el intimista, que ofrece casi una oración en la elegía; o el extravertido cantor de la humanidad entera que luego será, en el adelanto triunfal de la fantasía coral. Muy coherente la programación de las tres obras, y un regalo que el público agradeció. La Coral Andra Mari -un coro muy querido, tanto como queremos a su alma mater, mucho tiempo, José Luis Ansorena- se presentó para dar voz a las obras generosa de efectivos (unos ochenta), bien preparada por Andoni Sierra -quien, por cierto, dio una memorable Pasión de Keiser, en nuestra ciudad, la semana pasada con su grupo barroco- y con un sonido que resultó grande y suficiente en la fantasía. De El mar en calma salieron más airosos en los pasajes en matiz piano, como ese comienzo que apenas se mueve del suspiro, que de los que aportan más volumen; sobre todo en las sopranos -al principio-, que me parecieron de sonido un tanto abierto. El cambio al alegro, lo resolvieron con brío. La verdad es que Beethoven elige muy bien el precioso poema de Goethe, para cumplir el encargo musical de Pasqualati, que quería honrar a su mujer fallecida; porque, en esos cortos versos, está toda la personalidad -dulce, virtuosa- de la destinataria: “te has ido al cielo, dulcemente, como viviste”. Tanto la coral como el director y la orquesta, respetaron el carácter recogido de la obra. En la Fantasía coral -casi todo, en tan pocos pentagramas- se lució el pianista Alfonso Gómez: de potente pedal en el arranque, y solucionando el virtuosismo de las escalas y trinos. Delicado en el planteamiento del tema. Los solistas, entresacados del coro -Gómez y García, también espléndidos el otro día- concertaron muy bien. Y el tutti coral, luminoso y jovial, como pide la obra. En toda esta primera parte, la orquesta muy en su cometido de respeto al coro.

La segunda parte cambió, radicalmente, el predominio melódico, por el picoteo tímbrico, la experimentación inocente y libre -sobre todo en el primer movimiento- del juego que Shostakovich monta entre solistas y el tutti orquestal. Es su primera sinfonía Otro mundo, claro. Cuesta un poco entrar en la nueva sonoridad; parece que la cosa no arranca; sin embargo todas las intervenciones: cuerda grave, clarinete, fagot, piano -comprometido y lúcido-, metal, percusión, etcétera son resueltas impecablemente, pero es esa sensación de unidad lo que nos cuesta adquirir. El tercer y cuarto movimiento, con tener una atmósfera más sombría y trágica, nos interpela más al sentimiento: de nuevo las prestaciones de concertino, violonchelo, etc. en su sitio. Feliz reencuentro, también, con el antiguo titular de la orquesta, Hans Graf.