el triunfo profesional en la tele consiste en hacerse un hueco en la programación con un programa de estilo reconocible y una manera especial de manejarse frente a las cámaras, desarrollando modo, maneras y formas propias, singulares e intransferibles ante la cámara. Para lograr semejante objetivo se pueden emplear artimañas mil, y cada presentador maneja y construye un modo de contar historias y personajes. Por ejemplo, en las mañanas de La Sexta nos tropezamos con una sonrisa eterna y dentífrica, que como muñeco mecánico arranca pasadas las siete de la mañana y acompaña a la audiencia hasta que llega la hora de Ferreras, cuatro horas después. Este muñeco/presentador sonríe y sonríe, en un ejercicio automático de comunicación acartonada, simplona y poco simpática. Tiene su mérito acompañar las intervenciones del programa con este rictus facial que a manera de marca de la casa, adorna las intervenciones jolgoriosas de los colaboradores, a manera de pandilla juvenil a la puerta del colegio. En el plató, media docena de comentaristas de los innumerables vídeos que jalonan las secciones construidas con materiales reciclados de contenido y temática variada, que entre risas, risitas y risotadas, pretenden espantar el aburrimiento y animar el arranque de la jornada laboral. Entretenimiento e información con una fórmula gastada, empeñada en reverdecer viejos laureles de hace más de veinte años, y que cada día se acartona más por mucho personaje que amontona en el guion del programa. Sonrisa de esfinge, comentarios de charlatanes de feria, club de amigos para llenar de juego mediático cuatro horas de cháchara y cotilleo sin sentido. Un espacio necesitado de sustitución, que pareció revitalizar la mañana de la cadena y que ha quedado en encuentro de amiguetes en barra de bar. El rictus eterno de un presentador amarrado a una butaca, día a día, hora a hora en eterna tortura televisiva.