El Festival Nak de este año se centra en la música y la ciencia. Lo que, concretamente, se nos propone en el concierto que nos ocupa, es la relación de la música con la matemática y, más concretamente aún, con la arquitectura, porque el programa se centra en Pleïades, la obra de Xenakis, estreno en Navarra. Xenakis, músico y arquitecto, hizo un plano, para su maestro Le Corbusier, con las técnicas de los “paraboloides hiperbólicos” -los arquitectos sabrán qué es eso- para el pabellón de la Expo de Bruselas; y, a la vez, una obra orquestal Metástasis. Pero, como bien nos dice Tomás Marco -Creación Musical S.XX. Upna 2002-, aunque ambas obras son explicables mediante análisis matemático y musical -para un experto, claro-, la forma de percepción de la música es totalmente diferente de la del resto de las de las demás artes. La geometría fractal, la física del caos, etc., andan por estas obras, pero nosotros, en este concierto -que fue impresionante, la verdad-, nos dejamos llevar por la percepción sonora.

En el escenario, un despliegue exuberante de instrumentos de percusión: unos 34 de parches, y unos 12 de láminas, incluidos los sixxen, instrumento inventado por Xenakis para el sexteto de percusión para el que componía, y que consiste en diversas láminas de hierro sin afinar, y cuyo sonido corresponde a la diversa largura. Y, al frente de ellos, un extraordinario conjunto de intérpretes: Neopercusión.

Comienza la velada con una corta obra de Grisey, Stéle: un dúo de bombos -colocados en el escenario, y en la parte trasera del público-, que va desde el pianísimo con la escobilla hasta el estruendoso dúo de tormentas estelares, que terminan perdiéndose en el horizonte; un clímax muy bien conseguido a base de dosificación del pulso y la elección de baquetas.

Pleïades tiene cuatro partes, señaladas por el protagonismo de los instrumentos: una nueva experiencia sonora. Yo nunca había escuchado algo así.

1.- Mezclas: presentación de todos los instrumentos mezclados. Entramos en un mundo que trasciende el compás para instalarse en polirritmias que, de alguna manera, ordenan el aparente caos. Porque, en toda la obra, subyace un pulso rítmico que va de parcela en parcela de los diversos intérpretes y que, aunque la apariencia es caótica, se sigue muy bien. El resultado va a ser de una música siempre intensa -raros son los mementos tranquilos-, de timbres nuevos, exasperada, y, a veces, auditivamente cegadora.

2.- Láminas (xilófonos, marimbas): más amables para el oído, aunque predomine el timbre agudo. Es maravilloso el continuo cambio de compás -más bien las exigencias de meter las notas donde se pueda-, que, sin embargo, es claro para el oyente, y enseguida te atraen a su danza.

3.- Metales (diversos sixxen): es la parte más dura para el oyente: esas láminas tan metalúrgicas, fabriles -también febriles- de fragua ardiendo, te taladran el oído. Curiosamente, instalados en esa sonoridad, el espectador sube a una rara abstracción -exagerando un poco, al estilo del éxtasis de las músicas africanas: al final de donde viene todo esto-.

4.- Parches (pieles). Aunque hay continuas explosiones en timbales y bombos; las timbaletas, los bongos, la conga, etc. alivian un poco el discurso, con algúnos tramos en diminuendo, glisando, etc. muy bellos.

Hemos vivido un perpetuum mobile, una especie de ostinato, que introducen al espectador en una nueva dimensión acústica.