E n una velada un poco especial, en la que Miren K. Gómez nos invita a ir más allá del oído para percibir la música, Alicia Torrea se nos revela como una excelente intérprete de música del siglo XX y XXI. De entrada, Predulios de Scriabin: nada mejor para introducirnos en los cromatismos tímbricos de la tarde; porque, como en el caso de Messiaen o Rimsky-Korsakov, experimentó la sinestesia en la música. Sinestesia: palabra clave de la función, por la que se percibe una sensación a través de otros sentidos al que se ha estimulado. Conocemos bien, y comprendemos, una sinestesia, supongo que elemental, del lenguaje, de la metáfora: el poeta dice que los gritos de los niños, en el patio, son amarillos; y así los percibimos por su luminosidad y alegría; y, a menudo, aquí, usamos términos como sonidos cegadores, agrestes, dulces, etc.. Pero, claro, Miren nos alerta de que, para una persona sinestésica, como ella, todo eso se da con una plasticidad física, y nos va proyectando en pantalla los colores que aprecia de lo que oye.

Los Preludios en las manos de Torrea fueron una delicia: sobre un lenguaje casi chopiniano, que no ha desaparecido, surge un intimismo puro, de una lírica especial, ni romántica ni impresionista, con momentos bruscos y otros etéreos; una obra de juventud, -luego llegará el famoso acorde místico-, pero que es una cumbre para su Piano de colores. Torrea hace una versión escueta, sin retórica, pero con una fuerza expresiva emocionante; y sí, identificamos perfectamente color y sonido por el sosiego del azul (op.11), el violento rojo (op.35), los destellos repentinos, con sus sombras sosegadas, del amarillo (op.17, 1), el casi tenebroso rojo intenso (op.33); y, de nuevo el amable y cantábile azul (op.17, 3).

En el resto de piezas, Alicia Torrea, muestra, con gran profesionalidad y convicción, todos los recursos que le exigen los compositores, desde los recorridos por las teclas sin pulsarlas, con un sonido sordo a hueso; hasta las incursiones, sonoras o con sordina, en el arpa del piano: Güero de Lachenmann, por ejemplo. L’Isola dei numeri es un continuo arrojar serpentinas al oído del público; es una obra que despliega un endiablado virtuosismo entre los silencios y el pulcrísimo sonido repentino; se ayuda de muecas, para quitarse -o envolverse- de lo que, parece, salpicarle. En el Preludio de Di Ticci, el sonido viene a ráfagas, todo claro y diáfano, en diversos planos, en graves y agudos muy extremos, con un tramo ondulante que requiere de una gran pianista. El Perpetuum Mobile de Kúrtag, es muy original, y denota la buena comprensión de la pianista de esta música, porque con sucesivas escalas ascendentes y descendentes -sin la pulsación convencional, sino con la palma hacia arriba- logra con los continuos glissandos, y las intensidades del resbalón, unas dinámicas -diminuendo, crescendo- magníficas. Y el memorial a Tapies de Parra, un final de poderosa y abstracta sonoridad. Tarde muy interesante.