diecisiete tiene la espalda protegida por la fuerza de Netflix. De momento, salvo que alguien apunte lo contrario, ha sido la película que más despliegue publicitario ha ocupado en la historia de este festival. El primer día, con el Kursaal a la espalda, a la vista de las vallas publicitarias, se diría que no había otra película en el Zinemaldia que la citada pieza dirigida por Sánchez Arévalo.

Tanta inversión publicitaria solo puede permitirse una película pensada para gustar a todos los públicos. Una especie de Campeones que palpe esas cosas que tanto conmueven a los que se creen más listos. Diecisiete son los años que tiene uno de sus protagonistas, un chaval ensimismado, de respuesta intelectual esquinada y de comportamiento asocial con serios problemas para diferenciar lo correcto de lo delictivo. Como contrapartida, se presenta a su hermano sufriente, una persona más convencional y menos asilvestrada, que no sabe muy bien cómo ayudar a su hermano pequeño. Esta especie de Dos hombres y un destino en clave road movie española, a bordo de una caravana, en la que viaja además una abuela agonizante y un perro cojo, conforman un periplo de ternura y humor por el que el hermano raro evidenciará tener más sentido común que el hermano ¿agudo?, incapaz de asumir las responsabilidades de la vida adulta.

Por primera vez, se nos recuerda, a Daniel Sánchez Arévalo se le invita a presentarse en la Sección Oficial -aunque fuera de concurso- del SSIFF. Lo paradójico es que al autor de películas tan agrias como AzulOscuroCasiNegro (2006) o tan inquietantes como lo era Gordos (2009), se le acoja aquí y ahora con una comedia tan amable y bienintencionada como Diecisiete. Es extraña la deriva del hacer de Sánchez Arévalo y el giro de 180 grados que ha ido tomando su cine. Sin embargo, ha cambiado el tono, pero no así los referentes de su interés. Aquí, como en su ópera prima, dos hermanos y sus conflictos ocupan la zona nuclear, el punto central en torno al que gira todo el relato. Una suerte de Rain Man que reivindica la sabiduría de quienes saben del fracaso escolar. Un retrato blando que sublima las aristas de quienes sienten que sus capacidades les orillan de la corriente social. Ese mecanismo que entre la pasión o la compasión, opta por esto último, preside las bondades de su interior. Un acto de fe conciliador que usa y abusa de los golpes sentimentales, del costumbrismo y de un mensaje positivo. Dicho de otra manera, ese modelo que Netflix aspira para elaborar reclamos familiares. Cine apto para todos, cuentos ligeros, películas amables, comedias que, eso sí, al menos evitan la sal gruesa que cada vez con menos tiento derraman los Segura y compañía, herederos del cine del Ozores del tardofranquismo.