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Sincronismos perfectos

El segundo programa (han actuado dos días) de la magnífica compañía de danza galesa presentó a dos coreógrafos españoles de indudable prestigio. A Morau lo conocemos por su largo recorrido coreográfico, últimamente por los magníficos trabajos para la compañía Kukai. Bermúdez, creo que debuta aquí, pero sabemos que viene del marco andaluz, y, sobre todo, del extraordinario mundo dancístico de los coreógrafos israelíes -aún recordamos, en este mismo escenario, a Ohad Naharin (enero de 2015) y su Minus 16-. Ambos han presentado dos coreografías muy distintas, pero que, sin embargo, beben de la tradición folclórica: Bermúdez, de las danzas del Mediterráneo, de Oriente y Occidente; Morau, de las danzas rusas. Es encomiable que estos jóvenes creadores partan de lo más ancestral y primero; de los bailes más pegados a su respectiva tierra, luz, y carácter.

Atalaÿ, según explica Bermúdez, es una visión, desde una torre, del paisaje y del paisanaje que baña el Mediterráneo. Más que torre, es un faro. Porque se tocan todas las orillas y sus danzas: desde las otomanas, hasta las últimas tendencias discotequeras, pasando por las griegas, árabes o judías. Los cuatro bailarines -con una estética unisex- van a mostrar en todo momento una energía, fisicalidad, fuerza expresiva, y también humanismo -paso a dos de hombres, ternura en la caricia a la mujer-, admirables. El comienzo es ancestral, también religioso. Se impone la percusión tozuda, y sobre ella, los bailarines cuadran el movimiento, pero, a la vez, hay, en todo momento, una gran soltura y sensación de libertad. Los desplazamientos, en corto y en largo, sobre el escenario, son continuos, pero no rompen la simetría cuando ésta se pretende. Posturas recogidas y diálogos gestuales que se abren. Mucho baile de brazos, perfectamente enriquecidos por muecas originales y bellas. Detalles de demipuntas, y giros. Y, una coreografía, en suma, muy bailada; incluso en los tramos en que la música es un magma sonoro indeterminado, los bailarines -en contraste-, aceleran el movimiento.

Tundra, de Morau, es un prodigio de sincronización de los ocho bailarines, donde la luz y el vestuario -francamente acertado y muy bello-, son fundamentales para corroborar el espléndido espectáculo visual que ofrecen. Como ya hiciera con el folklore vasco, el coreógrafo valenciano destila, en pinceladas perfectas, el folklore ruso. Al fondo intuimos aquellas simetrías, ruedas, y engarces que tanto nos gustaron en las primeras visitas, en el siglo pasado, del ballet de Moiseyev -por cierto, vuelve al Baluarte en noviembre-, cuando la disciplina rusa nos apabullaba. Tundra es un ejercicio de protección del grupo y en grupo; si uno se sale de ese grupo, quedaría a una intemperie inhóspita. De nuevo, la disciplina se impone, la hermosura está en ese encorsetamiento del que surgen las figuras que crea el movimiento, estudiado al milímetro y que la compañía galesa borda, con un ritmo interiorizado, sin apoyo musical. El baile de los pies-patines con traje talar; las ondas, como en pantallas, de brazos y pies? Éxito apoteósico.