n esta villa foral nunca hemos gozado de un Fillmore o un Marquee, de algo parecido a un efervescente CBGB o a un fugaz Rockola. Aquí tuvimos el Anaitasuna, un pabellón de deportes que de vez en cuando tenía la virtud de convertirse en nuestro Arena favorito.

De aquellas noches insomnes aún perdura algún que otro rescoldo, como ver a John Mayall, patriarca blanco del rhythm & blues, con una Telecaster a cuestas, la harmónica enganchada al cuello y una pierna escayolada. Y no me refiero al bolo del Zentral de 2019, sino al 22 de junio de 1974, cuando el francotirador de Manchester disparaba ráfagas de blues-rock sin apenas despeinarse. A decir verdad, nunca fue autor de temas memorables, pero sí un maestro de avezados alumnos como Peter Green, Mick Taylor o Eric Clapton. Cuando pasó por el Anaita, sus legendarios Bluesbreakers se habían convertido en un reducido combo con el que cubrir el expediente, pero esa noche Mayall no dejó de agitarse como un genuino hombre orquesta, y todo a pesar de su pata quebrada.

Quizá suene a lección de paleontología, pero durante las décadas de los 70 y 80 del pasado siglo hubo dinosaurios que traveseaban entre el hard, el heavy y el rock progresivo. Deep Purple fue una de aquellas bestias sagradas, hasta que los egos de Lord, Blackmore y Gillan por ver quién lideraba el grupo, dinamitó el proyecto. Gillan sería de los primeros en abandonar el barco. En 1975 fundó su propia banda, la Ian Gillan Band, una fallida incursión en la frontera del jazz fusión. Pero la cabra siempre tira al monte, y en el 78 regresó al hard-rock con el escueto nombre de Gillan. De esa guisa se presentó en Pamplona un sábado de febrero de 1982. No es que fuera mi velada favorita, pero tenía el compromiso de sacar fotos y me apunté a la fiesta. Recuerdo que el repertorio combinaba temas propios con grandes himnos de los Purple, y pude comprobar que el perseverante Ian todavía conservaba parte de su vigoroso registro vocal. Como no podía ser de otro modo, el colofón del concierto fue Smoke on the water con un público enfervorecido coreando el famoso estribillo.

Al día siguiente, dejando la calle Chapitela para embocar la Plaza del Castillo, nos cruzamos con una curiosa troupe que salía del Pub Iruña, aquel local de copas que hubo a la derecha del emblemático Café. Uno de ellos era Ian Gillan. En corto, me pareció un gigantón de casi dos metros envuelto en un abrigo desaliñado, con cabellera cenicienta y careto envejecido, nada que ver con la rutilante estrella que había visto la noche anterior.

Meses después, el 17 de octubre del mismo año y mismo lugar, subía a la palestra B.B. King y su Orquesta. Ya sabemos que la venerable leyenda de Mississippi no pertenece al gremio del rock, pero su autoridad pervive en casi todas las tendencias. Acudió a Pamplona en uno de esos conciertos subvencionados por el Consistorio (medio talego la entrada). Fiel al protocolo, primero acometió su orquesta en solitario -la Big Band la dejó en casa, aquí se trajo media docena de músicos- para caldear el ambiente previo al espectáculo. Veinte minutos después, salía el maestro de ceremonias con la consabida letanía: "Ladies and Gentlemen, the King of blues.... Mr... B... B... King", seguido del resuelto Riley Ben King (que era su verdadero nombre, Blues Boy fue su alias) embutido en un terno de color beige y su Gibson ES-335 en bandolera, la mítica Lucille (una de ellas), dispuesto a alegrarnos la noche con una agilidad vertiginosa en la que tocó todos los palos, R&B, soul y hasta algún emotivo espiritual. Tenía entonces 57 años de edad y más de 30 sobre las tablas, nada que ver con la decrépita actuación de 2011 en la Zurriola.

Uno de los conciertos más divertidos que me tocó cubrir fue el de Nina Hagen y Lene Lovich. Vale que su actuación no fue para disco de platino, pero sí para reivindicar la vis lúdica de una extravaganza más propia de un cabaret de entreguerras que de una función after-punk. Además, ¿qué otra cosa se podía hacer un domingo de noviembre en la Pamplona de 1986? Era eso, o quedarte en casa a ver el Un dos tres.

Las dos damiselas eran becarias del lobby punk cuando la gabarra de los Sex Pistols surcaba el Támesis con Johnny Rotten berreando en cubierta. Pero para el icónico 1977 Nina Hagen ya había fundado su primer grupo, la Nina Hagen Band, y poco después estrenaba elepé en solitario, un híbrido anarco-punk-funk con gorgoritos operísticos titulado NunSexMonkRock. Cuando aparcó en Pamplona, todavía olía a fresco el álbum Nina Hagen in Ekstasy (imagino que en tributo a su paisana Hedy Lamarr), incluyendo el My way popularizado por Sinatra, luego por los Pistols, y que la Hagen tuvo a bien regalarnos esa noche en el Anaita.

Lene Lovich, coetánea de la alemana en época, oficio y estética, no tardó en unirse a Nina para corretear juntas el acelerado laberinto indie. La americana venía de la new wave y el teatro. Su tema más conocido quizá fue Lucky number de 1978, interpretado también en esta plaza.

El rock mesetario fue otro de los asiduos en esas espasmódicas fechas. Leño, producto de los cruces endogámicos entre Ñu y Coz, se subió un par de veces al escenario pamplonica. Rosendo siguió con ese hábito, al igual que Ramoncín, dos maneras de interpretar el sonido urbano desde postulados distintos y distantes, y todo mientras el rock radical vasco pedía paso con urgencia. Grupos como Kortatu, Itoiz, Eskorbuto o La Polla no tardaron en reclamar su lugar en el renovado paisaje lúdico-reivindicativo, eso sí, con fórmulas que no venían del caserío sino importadas... ska, hardcore, punk, rap y hasta corridos mariachis.

Al borde de los 90 la peña se hizo mayor, compraba vinilos por catálogo, rezaba al Ruta 66 como único dios verdadero y engullía fanzines como Subterfuge o La herencia de los Munster. Con todo, fue la época más creativa y demoledora del frenopático Rock&Cía. La necesidad de cambio era inminente, los estadios dieron paso a pequeñas salas (las antiguas discotecas) y los grandes aforos se redujeron al tamaño de un gaztetxe.

Bajo el nuevo paradigma, una noche de octubre de 1988 nos acercamos al Ilargi de Lakuntza, actuaba Johnny Thunders. Nunca me quedó claro si fuimos a ver cómo sonaba Copycats, el repertorio de covers de rock y R&B que acaba de sacar, o si el morbo consistía en ver de cerca aquel espectro que, además de loser impenitente, arrastraba el legado de los New York Dolls y los Heartbreakers. Siguiendo su trágica estela, moriría tres años después en una habitación de hotel de Nueva Orleans con la solitaria compañía de la metadona.

Recién entrada la década, los Ramones también sobrevolaron Navarra para soltar su Blitzkrieg bop sobre Lakuntza, fue un 15 de marzo de 1991. Salieron a escena sin variar una sola mueca de su habitual pose, indolentes, gandules de barrio y además incomprendidos (en Europa eran venerados, pero en EEUU nunca dejaron de ser un grupo para adolescentes). Ya sin Dee Dee Ramone en sus filas (sustituido por Douglas Colvin), el cuarteto neoyorquino vino, tocó y venció.

Todo eso sucedió hace mucho tiempo. Ahora llevamos mascarilla, tenemos smartphones, Spotify y reguetón. Algunos lo llaman progreso.