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Akelarre, regreso a la noche más oscura

Akelarre, regreso a la noche más oscura

petición de varias propuestas populares y académicas, días atrás se presentó en Catalunya una iniciativa parlamentaria con el fin de dignificar a las mujeres perseguidas y ahorcadas por hechicería durante el siglo XVII, en un intento de reivindicar la memoria histórica de estas víctimas de su tiempo desde el ámbito institucional.

No es un mal punto de partida para adentrarse en las tinieblas de esa época en Navarra y valorar con mirada objetiva lo que ocurrió en nuestro suelo, donde mujeres como María de Zozaya, Graciana de Barrenechea, Estevanía de Yriarte, María Hernandoiz y tantas otras, acabaron en la hoguera o en cárceles del Santo Oficio, condenadas por brujería bajo el peso de una sociedad subyugada por las supersticiones y el poder inmutable de la religión.

Naturalmente, estas víctimas de la ignorancia y el miedo nada tenían que ver con la práctica de la hechicería o la nigromancia cuando fueron ajusticiadas por los tribunales de la Inquisición, pero tampoco es del todo cierta la visión folclorista que ha querido hacer de ellas mujeres sabias, poseedoras de conocimientos arcanos o expertas en pócimas mágicas a espaldas de la Iglesia y del escaso rigor científico de la época, discurso que procede del espíritu febril del romanticismo del siglo XIX que huía de la razón. Cosa distinta es la inapreciable sabiduría de nuestras abuelas, conocedoras del entorno natural y sus secretos, de ungüentos, remedios y rezos, de saberes y creencias que heredaron de la invisible tradición oral.

Los condenados por brujería, mayoritariamente mujeres, eran un grupo heterogéneo sin patrón definido, aunque el común denominador solía ser la marginalidad, el origen foráneo o carecer de lazos sólidos en la comunidad. En esa época de oscurantismo y fanatismo religioso, no era extraño prender la llama de la histeria popular y la superstición en momentos de desgracias colectivas, como epidemias, malas cosechas, incluso envidias entre vecinos, cuyo remedio consistía en buscar responsables, hacerlos confesar bajo tortura y llevarlos a la horca o a la hoguera. La caída en desgracia de las víctimas podía partir de un hecho trivial, una simple sospecha, el relato fantasioso de un adolescente o el efecto de una delación, razones suficientes para armar la maquinaria represora del Auto de fe.

Es cierto que la brujería no es un fenómeno estrictamente femenino. Navarra contó con un largo repertorio de curanderos y cabalistas, como el brujo de Bargota, Miguel de Goyburo o Joanes de Echalar. Pero según las principales fuentes documentales (Caro Baroja, J.M. Iribarren o clásicos como Quevedo, Cervantes y Shakespeare), el fenómeno de la brujería tiene un estrecho vínculo con la esfera femenina. ¿De dónde parte este estigma misógino y por qué?

Si echamos la vista atrás, nuestra cultura enraiza con un principio veterotestamentario donde la mujer, desde Eva hasta las femmes fatales de la cultura popular, pasando por Perséfone, Lilith o Pandora, está más cerca de la maldad y el pecado que el hombre. Lo decía San Jerónimo: "La mujer es la puerta del Diablo, senda de iniquidad, picadura de serpiente, ser peligroso". En efecto, la mitología grecolatina está jalonada de sirenas, sibilas, brujas y hechiceras. Y la tradición judeocristiana no la trató mucho mejor, tanto el Génesis como el Apocalipsis asocian a la mujer con la sierpe, símbolo de lo más execrable. Fue el papa Inocencio VIII el que ordenó a la Santa Inquisición perseguir a las brujas, tarea que simplificó el Malleus Maleficarum (Martillo contra lo maléfico) escrito en 1487 por los dominicos Jakob Sprenger y Heinrich Kramer que no tardó en convertirse en manual de inquisidores. Aunque tampoco sería propio afirmar que la persecución de brujas fue un crimen de género o una expresión desatada de violencia machista. En realidad, muchas de las acusaciones provenían de otras mujeres. En País Vasco, Navarra, Catalunya o Galicia, territorios alejados del centralismo castellano, la justicia era más provinciana y los casos de brujería se uuventilaban en entornos viciados por prejuicios, inquinas o recelos, donde delatores y delatados se conocían de tiempo atrás.

A poco más de 80 km de Pamplona, en pleno espinazo pirenaico, se asienta uno de los enclaves más emblemáticos de la brujería europea y tal vez mundial, la villa de Zugarramurdi, aunque hay otros términos de la geografía navarra no menos célebres, como Urdax, Isaba, Bera o Viana. Pero quizá sea este municipio y su perturbador entorno kárstico los que mejor han recogido el imaginario popular de una época empañada entre la realidad y la fantasía más calenturienta.

El proceso de las brujas de Zugarramurdi ha llegado hasta nuestros días gracias a documentos de época bien conservados y a sólidas investigaciones que han explorado esta atávica pesadilla, a veces edulcorada por el cine y la TV. Con pequeños matices según la fuente que se consulte, el pánico se desató en el invierno de 1608, cuando un hecho casual fue poco a poco esbozando la tragedia. Una joven de veinte años, de oficio criada y de nombre María de Ximildegui, le confió a una amiga suya que había acudido en vuelo nocturno a varios akelarres en la playa de Ciboure, aunque decía seguir en el redil de la Iglesia. Aquellas oníricas palabras reveladas con toda inocencia, no tardaron en circular por el pueblo. Tiempo le faltó a María de ir a confesar su pecado a fray Felipe de Zabaleta, párroco del monasterio de Urdax, quien le impuso de penitencia repetir el domingo en misa lo que le había contado a él en la iglesia. Una vez se hizo público el secreto, que además implicaba a otros vecinos, varios lugareños quisieron tomarse la justicia por su mano yendo en busca de otros miembros de la secta brujeril, que acabaron confesando bajo amenaza. Así lo hicieron Graciana de Barrenechea y sus dos hijas, Miguel Goiburu, su hijo y el criado. Pero lejos de acabar ahí, el rumor corría ya como la pólvora (puede que fray León de Aranaríbar, prior de Urdax, tuviera algo que ver en ello) hasta que llegó a oídos del Santo Oficio.

En enero de 1609 se presenta en Zugarramurdi un comisario de la Inquisición y con él se efectúan las primeras detenciones. Estevanía de Navarcorena, su hija Juana de Telechea, María de Iureteguía y María Pérez de Barrenechea son llevadas a Logroño, donde confesarán ante el Tribunal cuanto habían dicho a sus paisanos. A estos arrestos se fueron sumando otros durante los meses siguientes, hasta concluir en el Auto de fe de 1610. El domingo 7 de noviembre, sobre un gran cadalso levantado frente al Ayuntamiento de Logroño y antes del alba, se dio lectura a la sentencia. De los cincuenta y tres procesados, ataviados con sambenitos y corozas, veintiún hombres y mujeres fueron castigados por delitos menores, otros tantos serían absueltos y los once restantes, quemados en la hoguera (cinco de ellos en efigie por haber muerto en cautiverio) ante una muchedumbre que abarrotaba la plaza con sed de espectáculo.

Tiempo después, el inquisidor Alonso de Salazar, uno de los vocales del Tribunal que había condenado a María de Zozaya y a otras vecinas de Zugarramurdi, fue enviado a Navarra con el encargo de averiguar in situ lo que hubiera de cierto o falso en el negocio de la brujería. Tras tomar declaración a más de 1.800 lugareños de la región pirenaica, llegó a la conclusión de que todo era falso o fingido, que lo que decían aquellas pobres gentes era producto de la ignorancia, la impericia o la coacción.

Las condenadas eran un grupo heterogéneo aunque el común denominador solía ser la marginalidad o el origen foráneo

Nuestra cultura enraiza con un principio veterotestamentario donde la mujer, está más cerca de la maldad y el pecado que el hombre