En 2008, Jokin Muñoz ganó el Premio Euskadi de Literatura con Antzararen bidea y se alejó de las librerías. Ahora, regresa a ellas con la historia de un abuelo que decidió apartar el euskera de su vida y una nieta que sin saber una palabra en este idioma se interesa por él. Ambientada entre una Donostia en la que el escritor vivió su infancia y una Pamplona que conoce muy bien desde su traslado a Etxauri en 1990, la novela es un canto al poder de la traducción, o más bien al de la interpretación, está escrita en castellano.

Primer trabajo en más de una década y primera vez que publica en castellano, ¿por qué?

-En 2008 tenía un hijo de 15 años, una hija de 13, otro de 11 y uno de 8. En esa circunstancia, seguir escribiendo hubiera sido una canallada para mi pareja, por lo que decidí dedicarme a la educación de mis hijos. Aunque al principio me costó, al final acabé por cogerle gusto a eso de no escribir (risas). Han sido unos años maravillosos, pero, una vez que los hijos fueron creciendo y fuimos quedándonos solos en casa, volvió a planear la idea de escribir y de hacerlo en castellano. Si en vez de escribir lo que hubiera dejado es ir al monte, habría tenido dos opciones para volver: subir al Adarra a dar un paseo o ir al K2 en invierno. Yo me decidí por la segunda porque me gustan los desafíos. La decisión de ser en castellano, no obstante, está en la misma novela. Un amigo mío me ha llegado a decir que es una novela que se puede escribir en cualquier idioma menos en euskera. De todas maneras, yo no me he ido de la literatura en euskera, he ido a la literatura española.

Aún así, el euskera, o más bien la traducción al euskera, está muy presente en el libro.

-Sí, o más que traducciones, interpretaciones de textos. La palabra traducción tiene una etimología de ir de un lugar a otro y, en este caso, el protagonista, Luis, lo que hace es llevar lo que lee a sí mismo. Otra persona que hubiera entrado en el mismo juego seguramente haría la traducción de otra manera. Es un diálogo entre los dos idiomas. En este caso, además, es una interpretación al euskera que hace Luis en su intimidad, cuya traducción coge su nieta y la lleva al castellano en una nueva versión no fiel que se convierte en las letras de un grupo indie.

¿Cuánto hay de Jokin Muñoz en ese protagonista que se interesa por el euskera desde joven?

-Después de tantos años sin escribir, tenía la necesidad de ordenar mi armario. Tenía un revoltijo de ideas sobre todo aquello que aparece en la novela de la década de los 80 que necesitaba dar forma. El origen está en un manuscrito que había escrito, que era como una gran piedra que había que picar para que tomara aire. Es el proceso que me gusta más a mí, todo lo que sea una poda del texto o cambiar la narración del pasado al presente, que al final es como echar a patadas al Jokin Muñoz autor del libro y meter al Jokin Muñoz narrador.

Esa narración sirve además para comparar la evolución en la sociedad representada en dos generaciones, la del protagonista Luis y la de su nieta Mei, una china adoptada.

-Con el personaje de Mei he querido darle una salida a la melancolía de Luis. No quería que la nieta viera los poemas y ya está, había que darles una nueva oportunidad. Mei, con su rebeldía, da salida a esos poemas e incluso vuelve a Pamplona, donde los escribió Luis. La primera página del libro es una crítica de un disco, que es el del grupo de Mei, en el que se recogen todos los poemas convertidos en canciones y en el que aparece su próximo concierto, que va a ser en Pamplona. Luis huye de allí lleno de amargura y su nieta vuelve allí convirtiendo esas palabras en una fiesta.

En esa Pamplona en la que vive Luis interesarse por el euskera es acercarse al movimiento abertzale, algo que a él no le interesa. ¿Cree que la sociedad abertzale se ha apoderado de muchos autores en euskera que en realidad no tienen nada que ver con ellos?

-Es evidente. Hay que reconocer que el trabajo que ha hecho la izquierda abertzale en las décadas de los 70 y 80 es encomiable, pero eso lo que trajo es una ideologización del euskera. En Navarra el euskera se percibe como algo perteneciente a un signo político concreto. Luis se da cuenta de eso y es un outsider, un euskaldun pero sin sitio. En su infancia en Donostia también vive esos últimos coletazos de cierta sociedad guipuzcoana que, a pesar de venir de familias euskaldunas, pensaban que estudiar euskera no iba a servir para nada. Hay que superar, especialmente en Navarra, esa percepción del idioma como parte de un entorno político.

También está el otro lado, las referencias a escritores, poetas o cantantes que son tachados como poca cultura o no cultura por expresarse en castellano.

-Cuando me has preguntado antes la cantidad de cuánto Jokin Muñoz hay en la novela, esa facilidad de hablar entre los dos idiomas, castellano y euskera, es algo que está en mí. Se ha llegado a poner al castellano como algo a rechazar, como si cuánto más lo hicieras, más amabas el euskera. Creo que hay que tender a una relación natural entre los dos idiomas, más en una sociedad como la Navarra en la que la situación sociolingüística es la que es. Yo tengo cuatro hijos y no es que con unos hable en euskera y con otros en castellano, sino que según el tema y el momento hablamos en uno de los dos. Sin embargo, en los años 80 sorprende que en un entorno euskaltzale se desestimase el castellano cuando se hablaba en él.

El libro arranca con un cargo político de la izquierda abertzale que se siente fuera de lugar en la inauguración del Jazzaldia. ¿Hay también una crítica ahí?

-Me interesaba especialmente tocar, dentro del conflicto vasco, el estrato más interior, la juventud. Llevo 30 años ejerciendo como profesor en un instituto público y he visto que ha habido unas víctimas que nunca se nombran: los chavales que en los 80 y también 90 han visto su recorrido académico truncado por zambullirse en el ambiente abertzale, y no estoy hablando de entrar en ETA. Eran años en los que decían que quemar cajeros y autobuses era una reacción espontánea de la juventud vasca, cuando estaba claro que no era así. A mí me sacaba de las casillas ver cómo esos chavales se perdían las oportunidades académicas por sus sentimientos. Muchos políticos de ahora que pisan moqueta tuvieron compañeros que no han tenido la misma suerte y que se han quedado por el camino y han visto sus expectativas laborales y académicas frustradas.