Sus palabras contagian su pasión por la literatura, esa que le ha traído de vuelta a las librerías con una nueva obra que nos acerca a Euskadi, y que nos invita a su vez a cruzar el charco para conocer a Bernabé Alcorta, un vasco que surcó el océano y recaló en una Montevideo convulsa. Tras los éxitos de Los peores cuentos de los hermanos Grimm o La balada de Johnny Sosa, Mario Delgado (1949, Uruguay), nos invita a viajar de nuevo a través de sus libros. 

¿De dónde surge el germen de su pasión por la literatura? 

-Yo me crie en el campo, hasta el punto de que iba a la escuela a caballo. Vivíamos a unos cien kilómetros de la ciudad más cercana, y mi madre siempre que iba al pueblo me traía libros. Lo primero que conocí fue a Emilio Salgari, y ahí me enamoré de la India, Indonesia... Y también me gustaban muchísimo las revistas ilustradas del Oeste americano. Y ahí me fortaleció ese mecanismo que tenemos todos y que tan poco usamos, que es la imaginación. Siempre me gustó escuchar, en particular a los viejitos, porque eran transmisores de una memoria lejana. Me acuerdo de las guerras civiles... De pequeño mi primer amigo se llamaba Ananías, y nos encantaba contar historias, en particular a su abuelo. Y las historias que contaba le dieron alma a la relación con su familia. Como el colegio estaba lejos, a veces me quedaba en su casa y escuchaba al abuelo, que contaba historias, y yo empecé a escribir rescatando esas historias.

Historias que probablemente poblarán sus estanterías, porque lleva a sus espaldas muchos libros. Ahora regresa con Último viajero de la nada, y se acerca con él aquí, a Euskadi.

-Los antepasados de mi madre eran del País Vasco, del lado francés, y siempre me gustó escucharlos. Yo pienso que la fuente mayor de la creación es el acervo personal que tenemos todos. Una de las enfermedades más terribles de la época contemporánea es la crisis de autoestima, entendiéndose por ello el quererse poco y nada, por suponer que no tenemos en nuestro mundo interior nada digno de ser querido. Y eso es falso. Todos tenemos una buena historia para contar, por lo que todos podemos escribir.

¿Cree que todos tenemos alma de escritor? 

-Sí. Es como decir que todos tenemos alma de caminante, porque todos caminamos (risas). Para que una novela sea buena, hay que contar una buena historia, y para contar una buena historia hay que encontrar en nuestro mundo interior un buen conflicto. El conflicto es la oposición de dos polos en la que está el bueno y el malo, blanco y negro... Y bueno, yo creo que la crisis de autoestima empezó a aparecer cuando se empezó a producir hace unos cuarenta años la ruptura violenta y cada vez mayor de la comunicación intergeneracional. Cuando se deja de jerarquizar a los ancianos como transmisores de la historia. Es muy doloroso ver cómo se asombran del valor de la historia propia cuando muere un abuelo o abuela. Se perdió esa historia. Escribir muchas veces es una operación de rescate del olvido de las historias propias. 

En esta novela ha querido recuperar, precisamente, esa conversación entre abuelos y nietos. 

-Exactamente. Los protagonistas principales de esta novela son una abuela y su nieto. La abuela pertenece a la clase alta, y decide destinar su herencia -que le importa muy poco- para Sebastián, al que encomienda viajar a los lugares en los que Bernabé Alcorta, uno de sus ancestros, estuvo en 1787, que partió de Zestoa con un compañero de estudios, que era el gran capitán, naviero y científico Cosme Damián Churruca. Con él se fue Alcorta para hacer la carta esférica del río de la Plata y el sur de Argentina. 

Y acabó en Montevideo. 

-Sí. Bernabé se instala en una ciudad recién nacida, incómoda de vivir, dura... Pero ahí se casa y se vincula con José Artigas, que fue el que generó la primera reforma agraria de América Latina. Y el primer dolor de Bernabé es enterarse de la muerte de Churruca casi simultánea a la del almirante Nelson. Y todo esto lo va aprendiendo Sebastián en su investigación en la biblioteca de Zestoa. 

Antes aseguraba que todos tenemos una historia que contar, que está esperándonos. ¿Cómo dio con la de Bernabé?

-Fue a través de una señora que está a punto de cumplir los cien años. En el sótano de su casa tenía un baúl de cuero negro, con documentación que iba hasta el siglo XVII, y de una de las ramas llegué a rastrear los orígenes hasta el año 997 después de Cristo en Palermo, Italia. No soy yo el que cuenta la historia, de todas formas, es Sebastián. Y lo hace a través de cartas.  

Viajando a través de la literatura se pueden conocer muchísimos lugares. ¿Alguna vez ha estado en Zestoa?

-No. Y eso que en Gipuzkoa vive uno de mis escritores favoritos, Bernardo Atxaga. Lo más cerca que he estado es en Asturias. Pero espero que esta novela guste a los hermanos y hermanas españoles, porque es increíble la comunión de culturas, de idiosincrasia, que tenemos con determinadas regiones. 

¿Le están empezando a llegar las primeras reseñas?

-Estoy muy feliz, porque los que la han leído aquí en Montevideo se asombran de la forma en la que se mixtura la ficción con la contribución de la información histórica. Fui muy cuidadoso en ese territorio, porque una obsesión que tengo es no aburrir. 

¿Qué planes de futuro tiene? Ahora nos quedamos con Último viajero de la nada pero, ¿tiene algún otro proyecto entre manos?

-Me gustaría dar a conocer las novelas anteriores, como La balada de Johnny Sosa, que tiene catorce traducciones. No lo puedo creer. Y últimamente me pareció buena idea escribir las memorias sobre la infancia y la adolescencia, donde se forjan los primeros vínculos con la muerte, con los animales, con la enseñanza, con el amor incluso... He empezado a recrearlo y le he puesto título. Se llama Volver a casa. Concibo, como decía antes, la literatura como una misión de rescate del olvido de aquellas experiencias que marcaron tan fuerte.