Pocos espectáculos tan políticamente incorrectos para los tiempos que corren, como la Carmen de Bizet: militares pendencieros, toros y tabaco para una trama que, según las nuevas lecturas, empodera a la mujer, aunque no faltan las riñas entre féminas, y el laxo criterio de fidelidad de su protagonista. Y, sin embargo, la Carmen sigue siendo eterna, y ha llenado las dos representaciones del Baluarte y la retransmisión desde el Metropolitan en los Golem. La función que nos ocupa tuvo un gran éxito: en un escenario austero, pero sólido, con una acertada cita a las esculturas de Serra del Guggenheim, dos módulos acotan o amplían la escena según la intimidad que se quiera; en algún momento constriñe en demasía al coro, pero funciona bien, y contrasta con la más luminosa escenografía de ladrillo, donde se ofrece lo más taurino. La dirección escénica es más bien estática, más personalizada en el tercer acto, y con algún detalle de sobra, como que el tabernero dirija al coro; pero la música fluye bien por el espacio. Musicalmente, el gran reto operístico se logra: hay voces poderosas, la concertación se cuadra -salvo espo- rádicos desajustes, nada raros en una obra de casi tres horas-, y el argumento -tan conocido-se arropa con un vestuario más que correcto y algo de flamenquería.

En el pódium del foso, Audrey Saint-Gil, llevó todo con seguridad, preocupándose de no desbordar, en el acompañamiento, a las voces, aunque éstas se hacían respetar. Tempo algo lento, en la marcha militar, por ejemplo; pero siempre "dejando cantar". Claro, acostumbrados a escuchar la suite de ésta ópera, en concierto, por orquestas de más efectivos, la densidad de sonido -que no el volumen- sufre un poco. Pero, Fagote, clarinete, flauta, trompa, trompeta (delicada en matiz piano)..., y todo el conjunto, se lucen en las respectivas preparaciones de los maravillosos temas.

El coro de la AGAO, salvo algún desajuste en los tramos rápidos del principio (sobre todo en hombres), sonó grande y sinfónico en el Toreador y momentos álgidos (La libertad), y con detalles a señalar en una obra de bastante complejidad para el coro, como, por ejemplo, la exactitud, y coordinación entre teatro y canto, durante la riña de mujeres. La escolanía del Orfeón, estupenda.

La mezzo Ketevan Kemoklidze fue una Carmen convincente: comenzó con algo de vibrato, pero se estabilizó e interpretó su rol con autoridad, (el color de su voz se impone), estados de ánimo cambiantes, y una teatralidad bien llevada, sin exagerar el personaje. El tenor Alejandro Roy lo inunda todo con su voz; la mayoría del público agradece ese, casi, despilfarro de volumen, en unos tiempos en los que no abundan cantantes de fuerza, aunque, claro, también le pediríamos más matices. Los hizo en el tercer acto, y en algún intento de filado. Simón Orfila borda su Escamillo, tanto en voz como en hechura teatral. La soprano Berna Perles acomodó bien a su voz a la “angelical”, (y contrapunto de Carmen), Micaela; con un fraseo calmado, suplicante y algo melancólico. El cuarteto de secundarios del segundo acto (Jiménez, Berraondo, San Martín, Peral) funcionó muy bien: compenetrados, todos muy al compás de tempo y movimiento escénico, muy exactos en sus entradas, y con gracia, en su comprometedora "conversación" con Carmen. Andoni Sarobe y David Lagares (Morales y Zúñiga, respectivamente) cumplieron. Una velada operística en toda regla, con fuertes aplausos para todos en los saludos del final.