“¡Toca ir justo el día de San Fermín, pero un mes antes!” Así, con su habitual sentido del humor y vitalidad, responde Moncho Borrajo (Baños de Molgas, Ourense, 1949) a la llamada de este periódico. Habitual del Teatro Gayarre durante décadas y de Baluarte en los últimos tiempos, el cómico está inmerso en su gira de despedida con un espectáculo que promete 90 minutos de risas, ironía y ternura.
¿Cómo está siendo esta despedida de las ciudades de su vida?
–Pues está siendo un recorrido agridulce, como una comida china. Por un lado, con la alegría de poder terminar un ciclo de mi vida que ha sido muy importante, y con tristeza de decir adiós a un público que me ha querido y que me quiere. Las despedidas están siendo tremendas, hasta me cantan “no te vayas todavía”... Una de las cosas más bonitas que le pueden pasar a un artista es sentir el cariño de su público, porque eso es lo que no se borra; los trofeos, los premios y los aplausos son efímeros, pero el cariño se queda contigo. Hace poco, un amigo se sorprendía porque al final del espectáculo lloro como un tonto, y yo le respondía: ‘claro, es que no voy a volver a pisar ese escenario’.
¿Cuesta retirarse?
-Cuesta mucho. Yo, gracias a Dios, tengo muchas cosas que hacer. Estoy terminando una novela y sé que voy a seguir escribiendo, pintando, dibujando... pero esto no deja de ser un adiós que te deja el corazón un poquito herido. En el caso de Pamplona, es una ciudad a la que he ido muchas veces. Recuerdo que en mi primera función en San Fermín en el Gayarre, como el camerino da a la calle Estafeta, se oía todo el follón y me daba miedo de que la gente entrara por allí y no pudiera actuar. Sin embargo, cuando se levantó el telón y me encontré a todos los pamplonicas vestidos impecables de blanco y rojo, me di cuenta de que hay dos Sanfermines distintos: uno el del césped y la copa, y otro, el de las madres poniendo lavadoras como locas (ríe). Luego ya me acostumbré y, cuando volvía, iba vestido de blanco, con mi faja y mi boina rojas.
Tendrá un montón de anécdotas.
–Sí, siempre me acuerdo de lo mucho que me costaba coger un taxi en Pamplona. No sé qué pasa, pero o ibas a la parada o por la calle no te paraba nadie. Y también recuerdo un chiste que siempre contaba allí y en el que pregunto ‘a ver a quién se le ocurre poner el circo delante del teatro’. Claro, el Gobierno de Navarra está frente al Gayarre (ríe)... Y el apellido tan difícil de aquel presidente al que yo llamaba burumbumburu.
¿Por qué se acabó ahora?
–Primero, porque coincidieron tres cosas que me marcaron. Una, la muerte de Mari Carmen, la de los muñecos, que vivía tres chaléts más abajo del mío, aquí, en Tenerife. Después, la muerte de Arévalo, que fue casi dos meses después. Y, luego, que me caí en la calle. Quise cruzar una calle deprisa porque me estaban esperando, tropecé con un bordillo, había llovido, resbalé y me abrí la cabeza. Me dieron 14 puntos. Entonces me dije ‘Moncho, esto es un aviso’. Además, cuando en marzo del año que viene acabe esta gira, tendré 75 años y me he pasado 52 pendiente del reloj, el avión, el hotel... Siento que ahora necesito tiempo para mí. Física y mentalmente estoy bien y creo que es el momento. Hay una frase en Galicia que dice que es mejor irse a que te echen.
¿Le echan?
–No, pero este país es muy curioso. Me da mucha pena cuando en las redes veo comentarios sobre artistas mayores que siguen trabajando y a los que insultan. En otros países no ocurre, es más, el respeto al artista que lleva muchos años trabajando es fundamental. Aquí no, aquí ya sabes que te examinan por el último día, lo que has hecho el resto de la vida parece que no cuenta. Así que prefiero irme; ya he cumplido mi carrera y mis propósitos y creo que es el momento de aprovechar los años que me regale la vida, conmigo, con mis amigos, para viajar adonde no he ido... Además, siempre he intentado ser una persona coherente.
¿A qué se refiere?
–A que siempre he pensado que, aparte de intentar no venderse nunca en la vida, que es muy difícil y pasa factura, una de las cosas más importantes en una persona es saber retirarse a tiempo. Ser valiente y saber decir no. Me está costando mucho porque cada ciudad en la que trabajo dejo un montón de lágrimas.
¿Es muy difícil sustituir las risas del público, sus aplausos, su respiración...?
–Siempre he tenido una norma, pero en esta gira aun más. Y es que, cuando termino el espectáculo, me desmaquillo rápido, me visto y voy al hall, donde muchas personas me esperan. Me hago fotos con ellas, me dan abrazos, me cuentan lo feliz que les he hecho... Un montón de píldoras de cariño. Pero, aunque cuesta mucho, hay que saber dejar al famoso en el camerino. Y eso que, cuando voy de gira, soy una persona que paseo por la ciudad y hablo con todo el mundo. No soy nada no soy nada creído. Es más, el otro día una compañera tuya me decía que soy una de las pocas personas que sigo concediendo entrevistas.
Últimamente se conceden menos, sí.
–Es que, últimamente, hay cada gilipollas suelto... Se creen que porque tienen un teatro lleno lo han llenado ellos. Perdona, pero no, cariño. Y como le dije el otro día a uno que me miró por encima del hombro como si fuera un abuelo, ‘espero que dentro de 52 años tengas el público que yo tengo’. Es que hija mía, de verdad, hay cada uno... Tontolabas, como dicen en Zaragoza.
¿No se siente reconocido por el sector?
–No me siento reconocido por la política, pero me importa un rábano. Además, Pinocho no puede querer a Pepito Grillo. Yo me he metido con todos, aunque ahora algunos me llaman facha. Nunca he contado chistes de cojos, tartamudos, minusválidos o niños con Síndrome de Down. Y casi nunca me he metido con las religiones.
¿Casi nunca?
–Alguna vez sí, porque si un obispo dice que los homosexuales somos unos enfermos mentales, ¿pues qué quieres, que le aplauda? También he sido una persona que ha improvisado muchísimo, que es un riesgo, y que ha transmitido mucha ternura. Creo que mis payasos finales me unen a los grandes cómicos. Siempre he sabido que no me iban a dar medallas del trabajo o de las Bellas Artes. Aunque vivo en Tenerife, mi tierra es Galicia, hablo y escribo gallego, pero no tengo el Premio Castelao; y no hay problema. He aprendido que esas cosas no me llenan. Sin embargo, tengo muchas medallas que me da la gente de la calle para que me protejan. Estas son las maravillosas, las que llevas contigo, porque, realmente, al que tienes que contentar y al que tienes que tratar con amor es al público, que es el que ha pagado su entrada para verte, el que te ha mantenido todos estos años y, encima, te quiere.
Siempre ha comentado que la envidia es uno de nuestros pecados capitales.
–La envidia es un arma de doble filo, y una asesina. En Francia, Latinoamérica o Estados Unidos, cuando un artista triunfa, lo hace para siempre, no se le juzga. Aquí no. Hace poco estuve en un programa con Sonsoles Ónega y desde producción me decían que no habían encontrado ni una solo foto con alguna pareja, ni de mi casa. Y les dije que no buscaran, que tampoco conseguirían una foto mía en pelotas en la playa. Claro, es que el que no quiere no sale. He pasado momentos difíciles, por ejemplo, una depresión y nunca he ido a vender mis penas a televisión. Esto también te retira del mundo de la farándula, pero te da tranquilidad para ir por la calle con la cabeza alta.
¿Y cómo llevas estos tiempos políticamente correctos?
–Lo que más me preocupa es que toda la gente que se dedica a la política barata ha conseguido que los artistas vuelvan a autocensurarse. Es lo que consiguió Franco en la dictadura, que tú mismo te censuraras. Pero en aquel entonces nosotros usábamos el ingenio para superarlo, y ahora no, ahora se rinden. También hemos llegado a un punto en el que la gente tiene piel de mariposa, con perdón de los que tienen esa enfermedad, es decir, muy fina. Las redes sociales han conseguido que cualquier mediocre opine y se crea que tiene la verdad. Hace poco, un filósofo francés dijo que al igual que Edad Media, el Renacimiento, la época industrial, ahora estamos en la era Mediocre TikTok. Que una persona sea capaz de subirse a un monte para hacerse un selfie y matarse por un segundo de gloria es tan estúpido.
El insulto está a la orden del día en las redes.
–Hemos llegado al punto de conmigo o contra mí. Y no puede ser. Puede que yo no piense como tú, pero no te menosprecio.
¿Qué le hace gracia a Moncho Borrajo?
–Los niños, porque dicen las verdades a la cara. Sin filtro. Son unos cabronazos (ríe). Recuerdo que, de pequeño, un día mi madre me dijo ‘Monchito, va a venir una señora muy obesa, no la llames gorda’. Yo le contesté, ‘vale, mamá’, y cuando le abrí la puerta exclamé ‘¡mamá, qué señora obesa tan gorda!’ Ese niño sigo siendo yo.