ramos unos recién llegados. Diego Armando Maradona al Barça y yo a Deia. Dos noches consecutivas de tren (ida y vuelta a Barcelona) con el objetivo de entrevistarle antes de un partido contra el Athletic en San Mamés. Terminó el entrenamiento blaugrana. Paciencia. Apareció en el parking camino de su coche. Me acerco. “Vengo de Bilbao solo para entrevistarte”. No llegué a más. Dos tipos duros (pero duros) se interponen, hasta que se oyen dos palabras del astro: “Está bien”. Fuimos a un apartado, cassette y... Aquella noche dormí bien, aunque fuera en el tren (14 horas) y por segunda noche consecutiva. No dijo más allá de lugares comunes, pero no era el qué, era el quién. ¡Tenía la entrevista!

Luego vino lo de Goiko, a quien intentaron linchar urbi et orbe tras lo que el árbitro había considerado una tarjeta amarilla más. Una campaña infame que a la leyenda Maradona le vino de perlas. La vida, juez implacable, colocó a ambos con el tiempo a los lados opuestos de la ejemplaridad.

Luego vino lo del gol a Inglaterra en México, al que asistí in situ. No existía la PlayStation, y hasta puede que su inventor partiera de esa jugada. Pero existía la moviola y no he asistido a algo tan divertido como el ejercicio continuo de ir adelante y hacia atrás en aquella estratosférica ginkana que empezó en el centro del campo y terminó en gol... Y, casi en el mismo pack, lo de la llamada Mano de Dios. Hasta tenía ingenio el pibe para saltarse el reglamento.

Luego vino la batalla campal tras la final de Copa que le ganó el Athletic al Barcelona. Artes marciales incluidas. También participó de manera activa, aunque no fuera el único ni el autor de la patada voladora (pero esa es otra historia).

Y después ya, las malas compañías, la droga, el alcohol y un ídolo a cuya descomposición el mundo ha ido asistiendo con una pena infinita.

No hará una década que pasé de manera fugaz por Buenos Aires. Le pedí a un taxista que me enseñara en una hora lo que él quisiera de la ciudad porteña: Obelisco, Plaza de Mayo, Casa Rosada, puerto Madero... y un barrio maloliente. “Vos ya sabés ahora por qué a mi equipo lo llaman Boca”, me dijo junto a un sumidero de aguas residuales. Poco después hizo la única parada para acompañarme a pie a un lugar secreto, con todo mi equipaje en su vehículo: “No temás, los pibes no abrirán jamás mi auto” (no sé si me tranquilizó del todo). Giramos el exterior del estadio, levantó una piedra, quitó unos cartones y apareció un agujero en la pared de cemento. “Mirá, por acá se colaba Diego de niño para ver a Boca, luego lo hice yo para verle a él...” Sin duda vi algo que ningún otro visitante habrá visto jamás.

La historia de un genio del balón, para mí el más grande, será escrita desde muchos ángulos, tantos como los que tuvo una montaña rusa que subía al cielo y bajaba al infierno sin solución de continuidad. El mundo del deporte prefiere quedarse con el genio. Y yo, también. En aquel parking me regaló una entrevista en el momento imberbe que más necesitaba. Allá donde estés, gracias.

El autor es director general del Grupo Noticias