En 1956, Orduña descubrió su mística en la Vuelta. La cumbre la conquistó Benigno Azpuru. Por esas rampas que aún emocionan rodaron Van Steenbergen, Bobet o Klobet, dorsales dorados de una montaña que rompe el cielo y une los recuerdos. “La gente solía ir en bici para ver la carrera y ver pasar a los corredores por Orduña. Era todo un acontecimiento”, recuerda Félix, que acudió a la cuneta como un aficionado más para “disfrutar del ambiente y ver a las figuras”. A mediados del siglo pasado el ciclismo era un espectáculo formidable, una distracción imbatible en una ambiente oscuro. La luz de Jesús Loroño, ídolo local, héroe del pueblo, servía para alumbrar algo de esperanza. El ascendente de Loroño llegaba a las tabernas y los gaznates. No solo para contar sus gestas a viva voz. El ídolo llegaba hasta el estómago. Calentaba una era fría.

Eran muchos los que bebían brandy Majestad porque patrocinaba al genio de la Larrabetzu. Loroño estuvo a un dedo de ganar aquella Vuelta de 1956, pero se le adelantó el italiano Angelo Conterno en un final con polémica. En Gaubea no hubo controversia tras una trepidante jornada que veneró a Orduña. Venció Woods, que gestionó mejor que nadie el final a cinco con Omar Fraile, Valverde, Peters y Martin. En ese bosque de esperanzas, el canadiense taló el entusiasmo de Omar Fraile. Le cortó de cuajo en el duelo de cazadores. El santurtziarra, remero de joven, se quedó en la orilla, superado por Woods, que se escurrió del vizcaino en el último momento. A Woods, que en 2018 descubrió Oiz al ciclismo, le quedó la gloria. Le gusta Euskadi. “Tuve piernas y algo de suerte”, apuntó. A Omar le atrapó la rabia y el lamento en un final trepidante, repleto de giros de guion. La última línea la recitó el canadiense con un sonrisa atravesándole el rostro. A Fraile le traspasó la pena.

Orduña asomó otra vez en la ruta el día que Euskadi se encerraba durante quince días para protegerse de la pandemia, para que el virus no corriera tanto. La Vuelta tocó la puerta de Gasteiz en silencio, acariciándola, con la idea de llegar a Gaubea. El puerto de Orduña, sin voz ni aficionados, a merced del silbido del viento, era una subida sigilosa, lejos del bullicio de otros tiempos. No hay abrazos. Tampoco jolgorio ni algarabia. Las herraduras, bellas y tercas, curvas duras que pesputan hasta un 14% de desnivel, otorgan personalidad a Orduña. Testigo mudo de una era distópica. Orduña, con sus dos pasos, fue la clave de bóveda de una etapa que arrancó en estampida hasta que de la agitación se formó una fuga de 37 corredores repleta de ilustres. La gran evasión. Valverde, Fraile, Nieve, Lastra, Aranburu, Sicard, Bennett, Peters, Martin, Kusss, Wellens, Woods, Godon, Dewulf... Orduña era un anzuelo. Todos sabían de la montaña y por eso se apresuraron para admirar uno de los altares del ciclismo vasco.

La fuga, numerosísima, obligó al Ineos a domarla. Carapaz, el líder desde que cuarteara a Roglic en Formigal, dispuso el equipo para la caza. Froome, admirable el campeón de tanto que ahora es un ejemplo de compañerismo, encolumnó al pelotón, que perseguía al grupo de los rebeldes. En el primer repaso de la montaña, Valverde, Godon y Dewulf se destacaron. Solo Godon sobrevivió kilómetros después. Se secó en el segundo paso, devorado por el grupo de escapados. Entre los favoritos, cuentas de un rosario. Carapaz contaba con el báculo de Dylan Van Baarle y el efecto tractor de Amador, su guardaespaldas. Roglic mantenía la calma. El esloveno disponía de avanzadilla a Kuss y Bennett. Zapadores entre las hayas que festoneaban los lazos de una montaña que vio en 1968 despegar a Felice Gimondi y cinco años después a Luis Ocaña pelearse con Merckx y Thevenet.

Woods, el hombre que bautizó Oiz, al que le puso su nombre en la Vuelta, se disparó después del fogueo entre Kuss, Valverde y Bennett. Woods se asomó al balcón de Bizkaia y vio el cielo. Las vistas de Orduña eran bellas pero dolientes. Valverde se erizó. Bennett y Kuss se apartaron. Dimitieron. Se propulsó Martin y Fraile se hizo grande para enlazar en el coloso con Valverde y el jadeante Peters. Coronó Woods con el cielo partido, luminoso y burlón, pero triste y gris. En el descenso, todos se encolaron. Fraile, Valverde, Peters, Martin y Woods, atrapado. Orduña paralizó a los jerarcas, acurrucados en una montaña con rocas que saludan despiadadas. A todas las vigila el pico del Fraile y su vista de águila.

El quinteto no hablaba el mismo idioma. Torre de Babel. Woods se situó en la cola. No quería saber nada de la cadena de montaje de los relevos. Era su plan. Ahorrar. Fraile intentó convencerle con una palmada en la espalda y Valverde hablándole. En vano. Woods se cruzó de manos después de elevar la hombros. En el retrovisor, a apensas 15 segundos, Alex Aranburu obró de igual manera. El guipuzcoano se camufló en el anonimato mientras el resto trataba de recortar la desventaja. Intereses encontrados. Kuss, Bennett, Costa, Nieve… Todos discutían. El grupo delantero sopesaba el triunfo. Valverde se revolvió otra vez. Infatigable. Peters, Fraile, Woods y Martin le esposaron en el vuelo rasante hacia Gaubea. Fraile, inquieto, desenfundó con energía. Abrió hueco, pero no la herida suficiente para desprenderse de sus rastreadores. Woods, de repente hiperactivo, la cerró. Cirugía de guerra. Omar Fraile decidió que no iba a jugársela con Woods y frenó. Probablemente no fue la mejor decisión del vizcaino. Fraile quería llegar solo, pero se quedó aislado. El canadiense, eléctrico, le sacudió después. El chispazo de Woods electrocutó a Fraile en Gaubea.