de pronto llegó aquel jugador alto, guapo, fuerte, joven, risueño, simpático... y nos sentimos fascinados. Un campeón de Europa en Pamplona, en el Sadar, en Tajonar, en los restaurantes y bares de la ciudad. Porque Robin estaba en todos los sitios. Un futbolista carismático, con ángel. Una personalidad seductora. Un generador de ilusión. Pero también un deportista en plena madurez con demasiadas heridas en su cuerpo. Dichosas rodillas... Nunca olvido aquella mañana en Tajonar en la que se marchaba cabizbajo en dirección al coche. Los cordones negros rodeaban su cuello mientras las botas negras, inexpresivas, tristes, incoloras (no como las que se calzan ahora) descansaban sobre su pecho. Era la imagen de un hombre que se resistía a ser vencido. "No puedo, no puedo" se lamentaba en voz baja. Sabía entonces que las lesiones podían acabar con su carrera, pero no terminarían con su vida. Porque la vida le gustaba. Mucho. Disfrutar de la vida. Unas pocas semanas después dejó de meter goles y de correr por el césped, pero no renunció a hacer lo que le gustaba. Y descubrió, descubrimos, que era un gran comunicador. Que el encanto de aquel cautivador inglés se mantenía intacto. Del campo de fútbol pasó a nuestro cuarto de estar. Y de ahí se ha ido. Pero no nos ha dejado solos, porque sabemos que, como él, todos los que somos futboleros "nunca caminamos solos". Adiós, Michael Robinson.

El autor es periodista de Radio Nacional.

"Del campo pasó a nuestro cuarto de estar. Y de ahí se ha ido, pero no nos ha dejado solos. Todos los que somos futboleros no caminanos solos"