Izei espera a Tadej Pogacar en Roma. Hace tiempo que no se ven. El esloveno nunca ha estado en la ciudad eterna. El crío, de 16 meses, tampoco. Es la primera vez que Izei viaja en avión. A ambos les ha citado en el final del Giro, en la ceremonia de entronización del astro esloveno, Joseba Elgezabal, masajista del campeón. Joseba es el aita de Izei. Pogacar mantiene una conexión única con Elgezabal. Izei, vestido de rosa para festejar el laurel con Pogacar, parece algodón de azúcar. La dulzura de la victoria.

Pogacar, al que le gustan los niños, se come al crío con arrumacos. Izei está en Roma por Pogacar. Estaba destinado. Antes de que comenzara el Giro, Elgezabal y su pareja le hicieron el DNI a la criatura para que pudiera anidar en Roma, donde todos esperaban la fiesta del esloveno. Pogacar cumplió con su parte, la del campeón que se sabe imbatible. Izei, vestido de rosa, también cumplió con la suya. Se abrazaron en la capital de Italia.

Izei, hijo de Joseba Elgezabal, masajista de Pogacar, espera al campeón. Joseba Elgezabal

En Roma, donde Paolo Sorrentino, el director enamorado de la belleza, rodó La Grande Bellezza, Pogacar recibió la corona de laurel. Como Jep Gambardella, el esloveno es el rey de la mundanidad. Se paseó, feliz, dichoso y juguetón por el Giro con las manos en los bolsillos. Silbando.

Distancias siderales con el resto

Apenas unos días antes, en la festividad de Pentecostés, por el óculo del Panteón de Agripa llovieron pétalos de rosa. La sublimación de la belleza. Hubo un tiempo en el que los emperadores esperaban a que el sol atravesara el aire, etéreo, en un punto concreto del Panteón para mostrar su divinidad.

Pogacar es humano, pero no dista mucho de ser un Dios pagano. Un campeón que camina hacia la eternidad. Conquistó su primer Giro tras consumar una exhibición descomunal, atemporal. Corre para la historia el esloveno, vencedor de la Corsa rosa por derribo.

Pogacar, campeón, con Daniel Martínez, segundo, y Thomas, tercero, en el podio. Giro de Italia

El podio lo completaron Daniel Martínez, segundo, concedió 9:56 segundos. Geraint Thomas, tercero, 10:24. En realidad fue en la orla de Roma donde más cerca estuvieron sus rivales del esloveno, siempre fuera del alcance de su tacto y de su vista.

Pogacar era el futuro que no se intuye. Inimaginable acompañarle en su viaje por las nubes. El esloveno volador ha batido todos los récords. Más alto, más rápido, más fuerte. 

Seis triunfos de etapa

Acumuló seis triunfos de etapa y vistió la maglia rosa en 20 de los 21 días de competición. Abrumador. Talló su nombre en el frontispicio del Giro con una victoria monumental que no se puede englobar solo con el alcance de sus números y de su voracidad.

Ambicioso al extremo, el pequeño Caníbal, el hombre que se emparenta con Merckx e Hinault, es una idea mucho más atractiva que la de un enérgico e implacable competidor.

Merlier, vencedor de la última etapa por delante de Milan. Giro de Italia

Pogacar vence con una sonrisa. Logra conectar con la afición, que le venera por su manera de entender el ciclismo, por su arrojo y valentía. El esloveno honró al Giro en cada fotograma. Se alejó de los tonos grises.

Siempre brillante. La estrella luminosa. El cómo, el modo de vencer, le separa del resto. Luces de Broadway le iluminan. Pogacar es una pirotecnia, la traca final de los cohetes artificiales. 

Carismático, su capacidad de enganche le concede un aura especial. Se mide a la historia pero desea que el público le acompañe en ese tránsito, que de algún modo esas voces que le animan pedaleen con él.

La ascensión al Monte Grappa refleja ese patrón. Funciona como una maestro de ceremonias, como una rock star que sabe que se debe a su público.

Establece con ellos un diálogo que parece único y personal. Hace que la gente se sienta especial, partícipe de sus logros. Probablemente esa sea su mejor victoria. Por y para el pueblo sin imposturas y sin populismo de atrezzo. La gente lo siento suyo. Es el elegido. El ciclista del pueblo.

Pogacar alimenta esa comunión, la de un muchacho, un loco maravilloso que monta en bici con el placer que lo hacía de pequeño. Cuando uno se siente libre, imbatible, soñador y la ingenuidad marca el camino.

Días de bici y dicha. Sobre ese credo del que quiere pasarlo bien mientras contempla el paisaje, Italia no tiene rival en el tomavistas, el esloveno de las pierna de oro homenajeó la memoria de Pantani en el Santuario di Oropa, donde agarró el rosa.

Tadej Pogacar, campeón del Giro. Europa Press

20 días de líder

Su traje de los domingos lo lució a diario. El costumbrismo de lo extraordinario. De ese color, el del mejor, el del único, acumuló un tesoro en un Giro que siempre fue suyo. Nunca se discutió esa propiedad. Ni tan siquiera antes de empezar. En Perugia, con una actuación extraordinaria, le ganó al tiempo. Su crono sentenció el Giro. Un ciclista de otro tiempo. De otra dimensión y quién sabe si de otro planeta.

Al día siguiente, mandó en Prati di Tivo sin necesidad de ofrecer su mejor versión. A Pogacar las victorias le persiguen, le abrazan. Le aman. La inercia le concedió ese triunfo. Después se subió al cielo en Livigno. La etapa reina, para el rey. Empuñó el Giro.

En las laderas nevadas dejó enfriar el champagne. El cielo es el límite del esloveno. Infatigable en su colección de retratos victoriosos, puso su nombre en Monte Pana. Mostró la mano. Contó las victorias.

Aún le faltaba el desborde excepcional en el Monte Grappa, una montaña mastodóntica, solo para colosos. Ninguno como él, que agigantó su leyenda. Pogacar es una criatura mitológica. La idea de Elgezabal es que en julio, en Niza, donde finaliza el Tour, Izei abrace a Pogacar de amarillo. Esa, sin embargo, es otra historia.