pamplona - Un banco de madera en el rellano de la escalera identificaba el domicilio de Miguel Javier Urmeneta. Hubo que ponerlo allí, junto a la puerta del ático alquilado del paseo de Sarasate donde vivía, ante el goteo continuo de visitas a quien fue alcalde de Pamplona, diputado foral y eterno director de la Caja de Ahorros Municipal de Pamplona. “Porque en mi casa -relata ahora María Urmeneta, su hija mayor- teníamos la orden de recibir, siempre, a todo el mundo”.
“Aquel banco lo trajo mi tío Ramontxo”, recordaba el pasado miércoles la mayor de los Urmeneta, cuyo padre hubiese cumplido ese mismo día 99 años y que recibirá el día 3, a título póstumo y en manos de la propia María, la Medalla de Oro de Navarra. Lo hará por su contribución al desarrollo industrial de la comunidad junto a Félix Huarte, pero su figura trasciende más allá. Fue el alcalde que sacó a los militares del centro de la ciudad, el que la abrió a su desarrollo más allá del Segundo Ensanche y el que impulsó algunos de los proyectos sin los que hubiese sido posible su pujanza, desde el abastecimiento de agua en Eugui hasta el aeropuerto de Noáin, pasando por los primeros polígonos industriales. “Quizá la gente se piense que el rincón del Caballo Blanco ha estado allí desde siempre, pero no es así. Se levantó siendo él alcalde, con piedras de aquí y de allá. Su obsesión fue que Pamplona tuviese de todo”, dice su hija.
Urmeneta había regresado a la ciudad en 1954, cerca de cumplir ya 40 años y después de una carrera militar que lo llevó de Somosierra, a las estepas rusas. Del Tercio de Requetés en la Guerra Civil española a la División Azul en la Segunda Guerra Mundial. Y de allí a la Escuela del Estado de Mayor. De familia nacionalista, había aprendido euskera en su juventud y se alistó después del golpe del 18 de julio tras hablar con el párroco de Berriozar, José Solabre, capellán de requetés. Pamplona era entonces un horror de fusilamientos y de amenazas, de miedo y terror. “Con mi abuelo en una lista, en el punto de mira, se alistaron, con la condición de no ir al frente del norte”, cuenta ahora su hija. “Pero con 20 años y semejante jaleo, tú te crees que sabían muy bien a dónde iban?”.
Fueron casi 17 años de carrera en el Ejército, un periodo en el que le dio tiempo a concluir la carrera de Derecho y viajar a cursar un año entero en Fort Leavenworth (Kansas), en Estados Unidos. “Allí iban los mejores de cada país”, cuenta María Urmeneta, quien cree que su padre encontró en el ejército “valores muy acordes a su personalidad: la austeridad, la lealtad, el valor o el compromiso. Era nacionalista, pero ni lo ensalzó ni lo ocultó nunca. Algunos de sus compañeros le llamaban el vasco”. Su familia escuchó poco o nada de todo aquello, de la sangre y el dolor presenciado, de las trincheras en Rusia, de la muerte de compañeros. “Hablaba poco de aquello”, dice María. “Solo nos contaba las anécdotas. ‘¿Frío?, esto no es nada comparado con aquello’, nos decía a veces en invierno”.
Regresó a la muerte de su padre, Ataulfo Urmeneta, director de Caja de Ahorros Municipal, cuyo consejo de administración escogió también al hijo por un solo voto. “Tuvo siempre muy claro que quería una caja social. Decía que las cajas no están para hacer millones, que para eso existían los bancos”, dice María. Cuatro años más tarde ya era alcalde. “A partir de entonces, Pamplona le atrapó del todo. Compatibilizó el cargo de alcalde con el de director de la Caja sin cobrar ni un duro”. Y su llegada, dentro de los límites que marcaba una dictadura, fue un poco de aire fresco para una ciudad gris y provinciana, y que apenas se asomaba más allá de sus murallas. Permaneció en el cargo seis años, hasta 1964. “Supo llegar y supo irse. Como todos -cuenta- cometería errores, pero en él había un arraigado sentido de servicio a los demás”.
En 1964 entró en Diputación, junto a Félix Huarte, como responsable de obras públicas. Los siete años que permaneció son el origen de la medalla que se entrega el martes, pero su hija recuerda una trayectoria mucho más rica, la de un “hombre generoso, que era capaz de salir con un abrigo nuevo de casa y regresar sin él, porque se lo había dado a alguien que lo necesita”. “Mi madre -recuerda María- solía decirle que no saliera con dinero de casa”. Al jubilarse, abrió un despacho en al calle Bergamín, donde apiló recuerdos y donde “también echaba una mano al que se lo pedía, como asesor, como abogado”.
Hacer las cosas y no contarlas. María Urmeneta recuerda la enfermedad de su padre y la leucemia feroz que se lo llevó en 1988. “Recibía a los médicos como un señor, de traje. Era elegante por dentro y por fuera”. Y sus funerales, donde decenas de personas escribieron palabras de agradecimiento en los libros puestos a su disposición. “Estaban llenos de historias de las que no nos habíamos enterado: ‘a mí me ayudó, me consiguió medicinas, una silla de ruedas...’ Fue emocionante”, recuerda.
Quizá por ello, y por su trayectoria en defensa del euskera, de los derechos laborales y sociales, le ha sorprendido el silencio, cuando no la crítica, de una parte de las fuerzas políticas, desde la izquierda al nacionalismo. “Sobre todo el silencio”, insiste. “En política no vale todo, fue una persona que nunca criticó a nadie, primer presidente de Euskal Herria Irratia, fundador de la ikastola de Sartaguda...”, recuerda desde su casa, llena de libros, reflejo de una pasión inculcada por su padre. “Todas las noches subía a leernos un cuento a los hermanos”.
Los recuerdos personales se funden con la historia a unos días de recibir la medalla, 26 años después ya de su fallecimiento. María prepara el discurso de agradecimiento y evoca al padre al que adoraba, al alcalde “querido” y al director de la caja “que nunca aceptó un regalo”, que se tomó la política como “el arte de llevar el bienestar”. “Creo que hubiese lamentado mucho todo lo que pasó con las cajas -dice-, su fusión y todo lo que vino después”.