Tal vez, el lector se ha sentido intrigado por el título de este artículo. No resulta frecuente hablar de esperanza en estos tiempos. El panorama económico y político, tanto nacional como internacional, difícilmente puede describirse como esperanzador. Y la falta de esperanza tiene un coste alto: lleva a renunciar a todo aprendizaje o a toda proyección futura y a conformarnos con “ir sobreviviendo”, intentando, como mucho, esquivar los impactos negativos. En estos días navideños, en los que personas e instituciones realizamos balance y pensamos en el futuro, conviene recordar que únicamente con iniciativas esperanzadas avanza la sociedad y se despliega el potencial de las personas ¿Cómo y dónde encontrar motivos para la esperanza? Mi propuesta es, sencillamente, que pensemos en nuestros jóvenes y miremos a ellos.
Pensar en nuestra juventud. ¿Cuáles son sus retos y sus necesidades? ¿Cómo es la sociedad en la que se encuentran –de la que, por cierto, somos responsables? ¿Qué podemos aportar para que puedan, de verdad, desarrollar todas sus capacidades humanas y profesionales? Son preguntas que nos tenemos que plantear todos: los poderes públicos, las instituciones educativas, las empresas. Y para tomarlas en serio, nada mejor que poner el foco no en “el talento” en general, sino en cada uno de esos chicos y chicas que encontramos en nuestras calles y nuestras aulas. Esa es, en mi opinión, la mejor fuente de creatividad y de innovación, y nos ayudará a tener la mirada a largo plazo que tanto necesitamos para evitar los riesgos del cortoplacismo.
En el ámbito universitario el desafío consiste en ofrecerles, a la vez, la máxima cualificación profesional y un entorno educativo que responda a las exigencias más profundas y transformadoras de la educación, las que dan sentido al trabajo y a la vida. Ante un mundo laboral cambiante, en el que se impone la incertidumbre sobre el futuro profesional de nuestros jóvenes, es precisa una actualización constante en todos los saberes y disciplinas. Desde la irrupción de la inteligencia artificial, hasta las últimas novedades tecnológicas, sin olvidar las dimensiones legales, éticas y sociales que todo cambio conlleva. Esto supone un esfuerzo para la investigación y para la docencia y un reto para las universidades. Porque se trataría, no sólo de conocer de cerca la evolución de los ámbitos profesionales, sino de ser capaces de liderar los cambios y proponer soluciones creativas a los nuevos problemas. ¿En qué medida es la universidad capaz de asumir esa tarea? ¿En qué medida le corresponde? No hay una respuesta sencilla ni única, también por el diverso perfil de cada área de conocimiento, pero me gustaría señalar que una buena “lentitud académica” es una aportación imprescindible en una sociedad marcada por la falta de reflexión y la inmediatez. Y en lo que se refiere a las propuestas educativas, nada prepara mejor a nuestros estudiantes que una mirada ampliada y una visión crítica que les capacite para ser con el tiempo catalizadores de cambio en sus profesiones.
Mirar a nuestros jóvenes. Y con esta expresión me refiero a lo que ellos nos pueden enseñar con su forma de ser y de actuar. La experiencia reciente de la DANA es, tal vez, uno de los ejemplos más emocionantes y la imagen plástica más poderosa de cómo son nuestros jóvenes. Solemos decir que son ellos los que cambiarán el mundo del mañana, pero en estas últimas semanas nos han demostrado que ya lo están transformando hoy. Un buen número de estudiantes de ciudades de toda España han salido de sus casas para echar una mano a los damnificados. Han recorrido kilómetros a pie, han sacado fango de garajes o reconstruido muros. Son muchas las lecciones silenciosas y esperanzadoras que nos han dado y que podríamos aplicar a todos los ámbitos: la voluntad de ayudar sin reparar en sacrificios, la iniciativa que no espera las condiciones óptimas, la importancia de trabajar juntos.
En este tiempo previo a la Navidad se recuerda un texto de la Biblia que siempre me ha parecido sugerente, y que habla de la necesidad de que el corazón de los padres se convierta hacia los hijos. La sabiduría acumulada en la voz de los profetas nos recuerda que para que llegue lo nuevo es preciso algo tan difícil y necesario como mirar hacia delante, pensar en los demás, y abrirnos a la mentalidad, los planteamientos, las enseñanzas, que nos dan los jóvenes.