El reto de confeccionar un menú a prueba de intolerancias y de alergias
En apenas unas décadas, el panorama gastronómico ha cambiado tanto que hoy resulta impensable diseñar un menú sin tener en cuenta la gran realidad de las alergias e intolerancias alimentarias. La cocina ya no se mide solo por su creatividad, también por la capacidad de garantizar que nadie sufra un accidente en la mesa
Según la normativa europea, existen catorce alérgenos de declaración obligatoria que deben estar presentes en cualquier carta o etiqueta: gluten, crustáceos, pescado, huevos, cacahuetes, soja, leche, frutos de cáscara, apio, mostaza, granos de sésamo, altramuces, moluscos y sulfitos. Estos grupos de alimentos concentran la mayoría de las reacciones adversas, y su correcta identificación es hoy una responsabilidad legal para cocineros y hosteleros en general.
En la práctica diaria, la lista es aún más amplia. Ingredientes que no figuran en la regulación, como el ajo o la cebolla, aparecen cada vez con más frecuencia en las peticiones de los clientes. Y aquí surge la duda: ¿se trata de intolerancias reales, posibles alergias poco comunes o de simples preferencias personales? En muchos casos, la frontera no está clara, pero lo que sí es evidente es que cada restricción obliga a repensar un plato y altera la dinámica de la cocina. Este tipo de demandas, aunque no tengan un sustento médico reconocido, añaden una capa extra de complejidad y responsabilidad a la ecuación.
Algo similar ocurre con la lactosa. Aunque la leche sí figura en la lista oficial, la percepción social de que los lácteos sientan mal ha disparado el número de personas que solicitan menús libres de este ingrediente, aun sin un diagnóstico clínico que confirme la intolerancia.
Distinguir entre alergia e intolerancia
La alergia es una reacción inmunológica que puede desencadenar un cuadro grave, incluso mortal, conocido como anafilaxia. Una mínima traza de marisco, huevo o frutos secos puede provocar en segundos un colapso respiratorio.
La intolerancia, en cambio, suele manifestarse con molestias digestivas –hinchazón, dolor abdominal, náuseas–, pero no pone en riesgo la vida del comensal. No obstante, ambas requieren una gestión adecuada en cocina, porque un cliente que ha pedido expresamente un plato sin lactosa o sin gluten espera recibir exactamente eso.
El caso del gluten merece mención aparte. La enfermedad celíaca obliga a evitar no solo el trigo y sus derivados, sino cualquier traza que pueda contaminar un plato durante su elaboración. En un restaurante, eso implica cambiar utensilios, tablas, aceites de fritura e incluso reservar espacios de trabajo específicos para evitar la contaminación cruzada; algo difícil de realizar en muchos casos debido a los pequeños espacios de cocina en unas plazas cada más caras por los elevados alquileres. Para un equipo de cocina, supone un esfuerzo logístico enorme que, en ocasiones, se multiplica por la coexistencia de otras restricciones en un mismo grupo de comensales.
La consecuencia directa es que sobre los hombros de los hosteleros recae una enorme responsabilidad: alimentar bien a sus clientes y, al mismo tiempo, protegerlos de cualquier sustancia que pueda hacerles daño. Preparar un evento multitudinario en el que todos disfruten sin sobresaltos exige un control exhaustivo, una organización quirúrgica y, en muchas ocasiones, un coste añadido en recursos humanos y materiales.
En un banquete de boda, una cena de empresa o un menú degustación, la tensión se dispara cuando la lista de restricciones crece. Conseguir que cada invitado disfrute de la experiencia con la misma sensación de placer es un desafío diario que va mucho más allá del hecho de cocinar. Hoy, además de cocineros, somos también responsables sanitarios invisibles, guardianes silenciosos de la salud de quienes se sientan a nuestra mesa.
Este es el desconocido cereal sin gluten que puede consumirse de muy diversas formas
Cuando estudiábamos cocina…
Hace treinta años, entrar en una escuela de hostelería era adentrarse en un mundo donde la prioridad era otra: aprender a cocinar bien, dominar la técnica, saber negociar con los proveedores y trabajar duro para que el cliente se marchara contento. La formación sanitaria existía, claro, pero se centraba en aspectos muy básicos: la correcta conservación de los alimentos, la higiene personal, la manipulación segura de carnes y pescados, o la prevención de intoxicaciones como la salmonelosis.
El objetivo en aquella época era claro: comprar el mejor producto, aplicarle la técnica adecuada y lograr que el plato resultara sabroso y atractivo. La misión de un cocinero se medía por su capacidad para emocionar al comensal con un buen fondo, una salsa bien ligada o un pescado en su punto. Los alérgenos, apenas aparecían de forma anecdótica, como una rareza que quizá afectaba a un puñado de personas en cada generación.
Con el paso de los años, la cocina fue profesionalizándose aún más y el sector de la hostelería se abrió a nuevas demandas sociales. La globalización trajo consigo ingredientes exóticos, fusiones y una mayor conciencia sobre la salud. A la par, comenzaron a proliferar los diagnósticos de alergias e intolerancias, primero en los hospitales, luego en las consultas privadas y, finalmente, en las cartas de los restaurantes. El cocinero pasó de ser un artesano a convertirse también en un gestor de riesgos sanitarios.
Lo que antes era un oficio basado en la intuición, la tradición y la técnica, hoy está atravesado por manuales de seguridad, registros y normativas que nos obligan a ser tan rigurosos como un farmacéutico. Y aunque ese cambio responde a una necesidad real –la protección de la salud de los comensales–, no deja de marcar una distancia enorme entre lo que aprendimos en las aulas y lo que enfrentamos ahora en cada servicio.
El día a día en la trinchera
Recuerdo una cena formativa sobre cocina vasca en la que, de veinte comensales, un treinta por ciento tenía algún tipo de restricción. La lista era interminable: John no podía comer mariscos y era intolerante a la lactosa, aunque toleraba pequeñas cantidades; Paul pedía todo sin gluten, sin lácteos y, si era posible, también sin ajo; Jerry no comía carne de res; Emily rechazaba cualquier carne roja o procesada; Samantha sufría una alergia anafiláctica al lino, la avena, los anacardos, las nueces, las almendras y los pistachos; Jane no quería carnes rojas, queso ni huevos, pero sí aceptaba pollo, pescado y mariscos; y Marie también eliminaba las carnes rojas de su dieta.
Hicimos el esfuerzo de preparar menús personalizados, revisar fichas técnicas y adaptar platos uno a uno. Y, sin embargo, al servir la comida, ninguno de los siete comensales respetó sus propias indicaciones: todos comieron de todo, como si nunca hubieran mencionado esas restricciones. Esa escena me marcó, porque resume bien el sinsentido que vivimos: dedicamos tiempo, energía y recursos a garantizar la seguridad y la satisfacción de cada persona, pero muchas veces los propios clientes se lo toman a la ligera.
Otra anécdota curiosa (por decir algo), fue una boda en la que los invitados, todos veganos, solicitaron que en el aperitivo, hubiera un cortador de jamón con su respectiva pata de jabugo para el delite de los presentes…
La teoría se entiende fácil: hay que cumplir la normativa, identificar los alérgenos y ofrecer alternativas seguras. La práctica, sin embargo, es otra historia. Los cocineros lo saben bien: basta con que entre un alérgico por la puerta para que el ritmo del servicio cambie de golpe.
Javi Mata, de Sharma Cátering, con años de experiencia en grandes eventos, lo resume con una mezcla de resignación y cansancio:
“Hemos llegado a tener bodas con doscientas personas y veinte alergias diferentes. Eso significa diseñar menús paralelos, limpiar una sala aparte, trabajar cada plato de sustitución uno a uno. Y luego pasa que alguno se levanta y dice: “Hoy me voy a permitir un trozo de tarta con lactosa”. Detrás de ese capricho hay horas de trabajo que terminan en la basura”.
El problema no es solo la carga extra, sino la falta de seriedad con la que a veces los propios clientes gestionan sus restricciones. Para el cocinero, cada aviso es un asunto médico: una alergia mal atendida puede ser letal. Pero cuando esas peticiones se mezclan con modas o gustos disfrazados de intolerancias, la ecuación se vuelve insostenible. Preparar una merluza en salsa verde sin ajo, o un ravioli sin cebolla porque alguien “no lo come en casa”, multiplica la presión en una cocina que ya está al límite.
La situación se complica todavía más en los caterings multitudinarios. Ahí, el margen de error es mínimo. Javi recuerda el caso de una comensal con una larga lista de alergias que llegó incluso con un informe médico en la mano. La cocina central tuvo que rediseñar medio menú para ella, con la tensión añadida de saber que un simple descuido podía mandar a alguien directo al hospital. “La responsabilidad es brutal –explica–, sobre todo cuando trabajas en espacios pequeños y sin recursos para separar partidas. No pasa nada… hasta que pasa”.
Paul Arrillaga, del Zazpi STM de Donostia en cambio, habla desde la experiencia de un restaurante gastronómico. En su caso, el enemigo número uno es el gluten:
“Lo que más nos encontramos son celíacos. Nosotros diseñamos la carta para que la mayoría de los platos puedan servirse sin gluten, porque si no el estrés es tremendo. Cada vez que entra un alérgico por la puerta, saltan las alarmas. Todo el personal se pone en modo vigilancia máxima”.
Paul recuerda con nitidez una anécdota que le puso los pelos de punta: un niño con alergia al huevo a punto de probar un postre que, en apariencia, no lo contenía. Fue él quien, al escuchar la pregunta de los camareros, advirtió a tiempo que la crema sí llevaba huevo. “Un segundo más, y aquello habría acabado en tragedia”, admite.
Más allá del gluten, las restricciones se han diversificado: lácteos, frutos secos, mariscos e incluso ingredientes no reconocidos oficialmente. La frontera entre una alergia real –que exige protocolos estrictos y vigilancia extrema– y una preferencia personal disfrazada de intolerancia es, en ocasiones, difusa. Sin embargo, en cocina no hay margen para discutirla: si un cliente lo pide, hay que adaptarse. Eso implica rehacer recetas, modificar fondos, ajustar salsas y, en no pocas ocasiones, servir un plato que inevitablemente pierde parte de su esencia original.
Nuestra labor ya no se limita a emocionar con un buen plato, sino también a custodiar la salud del comensal. Cada servicio nos sitúa en esa cuerda floja donde confluyen la técnica, la normativa, la confianza y la ética profesional. Un ejercicio de precisión constante que convierte la cocina, más que nunca, en un espacio de responsabilidad colectiva y de compromiso absoluto con la vida de quienes se sientan a la mesa.
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