A Marco Ruiz (Bilbao, 1952) siempre le ha gustado ayudar. Nadie le ha obligado a ser voluntario. Lo es por voluntad propia. Y lo lleva en su interior; hacer algo bueno por los demás es lo más normal del mundo para él. “Mientras el cuerpo aguante, como dice la canción, seguiré colaborando y echando una mano a la gente”, afirma este hombre de 72 años delante de la histórica sede central de Alameda San Mamés de la DYA. Ruiz se hizo voluntario de la asociación sociosanitaria después de dejar en 2017 su trabajo de administrador en Mercabilbao. Disponía de tiempo libre y “ganas” de colaborar altruistamente.

Todo surgió de manera espontánea y natural. Un día, ojeando una revista en su casa, vio que necesitaban personal voluntario en la DYA sin formación sanitaria específica. Y no se lo pensó dos veces. En sus tiempos de empleado del mercado mayorista, Ruiz fue un asiduo colaborador del banco de alimentos. Ahora cumple una doble misión: ayuda a las personas en riesgo de exclusión que duermen en la calle y también acompaña y ofrece su cariño al colectivo de ancianos que viven solos. Ambas acciones solidarias se encuadran en el programa de urgencias sociosanitarias de la DYA. 

Los servicios enfocados “a mejorar la calidad de vida de las personas” se realizan a través de dos ámbitos concretos: el programa Egunero, que facilita el encuentro entre mayores y voluntarios, y el programa Gauero, que se activa en la villa en los meses más fríos del año (de noviembre a marzo). En este caso, se realizan rondas nocturnas en Bilbao para repartir mantas, alimentos y caldo caliente a la gente que duerme a la intemperie. Según la entidad vasca, fundada en 1966 por Juan Antonio Usparicha, “es un hecho” que “los servicios públicos no son suficientes por sí solos para atender la demanda creciente de asistencia a personas mayores en soledad y colectivos en riesgo de exclusión social”. 

Ruiz, junto a otros compañeros, ya ha empezado a peinar las calles céntricas dos noches a la semana. Aproximadamente el 80% de las personas a las que atienden son de origen extranjero. No se atreve a dar una cifra del total de personas sin hogar que hay en Bilbao. Pueden ser decenas o unos pocos cientos. Algunos están de paso, dice, y otros se mueven en grupos de cinco o seis personas por distintos barrios. “Un día los ves en un sitio y otro día se mueven a otro. Van rotando. Incluso en la zona de Gran Vía te encuentras a gente durmiendo en cajeros”, comenta Ruiz. En las rondas nocturnas suele haber numerosos jóvenes magrebíes que, cuando cumplen la mayoría de edad, dejan de estar tutelados y se ven abocados a buscarse la vida. 

¿Hay algún caso que le haya llamado especialmente la atención? “El otro día, hablando con una compañera, nos acordamos de un señor muy mayor que tendría ochenta y tantos años”, relata. “Estaba en una silla de ruedas, tenía las dos piernas rotas y dormía en la calle. Le dimos caldo caliente y lo arropamos con una manta. Me marcó mucho. No puede ser que alguien en esas condiciones esté viviendo en la calle”, se lamenta Ruiz. 

En general, la interacción con ellos es escasa. “Nos agradecen la ayuda que les ofrecemos, pero muchos sienten vergüenza por su situación o directamente cuando llegamos ya están durmiendo. Normalmente, no les apetece hablar y contar su historia”. A veces, les llegan a sus oídos relatos tristes que tienen un final feliz. Gente que lo ha perdido todo y que vuelve a rehacer su vida, como sucedió con “un hombre que vivía en el barrio de La Peña, le quitaron la casa y después de pasar un tiempo en la calle logró negociar las condiciones del alquiler y volver a su hogar”. 

Hace poco se encontró a una persona que vivía en la calle y que había logrado instalarse en una habitación en un piso compartido. “Estaba muy contento”, recuerda. Su experiencia le dice que si a los jóvenes que forman parte de este colectivo se les diesen “más oportunidades”, podrían salir adelante. “Hay de todo, algunos son más reacios, pero claro que hay personas que se dejan ayudar o que te piden información para poder buscar una solución. En estos casos les solemos dirigir a los servicios sociales del ayuntamiento”.

¿Cree Ruiz que la sociedad mira (o miramos) para otro lado para evitar abordar esta incómoda realidad social? ¿Son individuos invisibles a ojos de la mayoría? “Sí, están totalmente invisibilizados”, responde con rotundidad. “Si las personas en riesgo de exclusión social están en la calle es por unas circunstancias concretas, evidentemente nadie quiere acabar así; se sienten atrapadas y muchas veces no pueden salir de esa situación”. 

La soledad no deseada de los mayores

Las actividades de filantropía de Marco Ruiz, forofo del Athletic, se han topado con un obstáculo en su vida personal: su madre, de 94 años, está con un estado de salud precario y requiere su ayuda o presencia. Los hermanos de Ruiz viven fuera de Bilbao y él, afirma, está cargando con las tareas que implican los cuidados. Madre e hijo libran una lucha contra el tiempo, y cada vez hay menos tiempo. Con todo, algunos días a la semana sigue rascando unas horas para juntarse con otras personas mayores en sus ratos libres.  

“Mucha gente se siente sola, es un problema muy grande”, afirma. Y para romper esa monotonía, una soledad que lo invade todo, les hace compañía en sus planes cotidianos: va con los ancianos al supermercado a hacer la compra, los acompaña a realizar las gestiones del banco, a su centro de salud, a Hacienda, lo que sea. El caso es hacer un plan conjunto para que estas personas se sientan arropadas gracias a voluntarios como él. No es fácil lidiar con la sensación de sentirse o saberse solo. Empoderar a los mayores para que puedan recorrer este proceso vital con confianza requiere de recursos, tiempo y esfuerzo. 

Una buena conversación siempre ayuda para combatir una aflicción interior de este tipo. Ruiz dice que cuando se suben a su coche, muchas veces “empiezan a hablar y cuentan su vida entera. Están deseando charlar con los demás y compartir un poco de tiempo de calidad”. No tiene unos días asignados para realizar estas tareas de acompañamiento. “Me llaman de la DYA y nos organizamos”, explica. “Aunque alguna vez he acompañado a la gente en sus casas, normalmente suelo estar en la calle con ellos y hacemos cualquier cosa”. 

Ayudar es la palabra que más repite en la conversación. Lo dice y, de repente, se enciende una luz en su interior “Siempre que he podido ayudar lo he hecho. Se me parte el corazón ver a gente que lo está pasando mal”, culmina Ruiz.

La DYA más de medio siglo después

¿Quién no ha visto alguna vez en su vida una ambulancia amarilla de la DYA (acrónimo de Detente Y Ayuda)? ¿Quién no ha pronunciado (u oído) la llamada de auxilio “¡que alguien llame a la DYA!”? La entidad, que en sus inicios solo daba cobertura los fines de semana, lleva ofreciendo sus servicios de manera ininterrumpida, las 24 horas del día, desde 1986. En la actualidad, se dedica principalmente a la gestión integral de emergencias y, según sus cálculos, el número de traslados y atenciones anuales supera la cifra de 250.000. 


Fue en 2017, coincidiendo con el ingreso como voluntario de Marco Ruiz, cuando se inauguró una nueva área orientada a las atenciones sociosanitarias, ofreciendo “soluciones a situaciones de cronicidad, vejez, riesgo de exclusión, soledad…”. Además del centro coordinador y sede central de Bilbao, cuentan con decenas de delegaciones en la Comunidad Autónoma Vasca, Navarra y el resto del Estado. La DYA también tiene dos sedes ubicadas en el extranjero, en Filipinas y la República Dominicana. 


Durante las últimas semanas, un equipo de la entidad se trasladó a Valencia. “Hemos querido aportar nuestro granito de arena para superar esta catástrofe”, dijeron en sus redes sociales.