En la Tercera Guerra Carlista, Pamplona fue sitiada durante unos meses y el ejército carlista, además de bombardear la ciudad desde los montes que la rodeaban, como el monte Ezkaba, cortó el suministro de agua, provocando entre la población numerosas víctimas como consecuencia de disentería y tifus. En medio de aquel oscuro paisaje de enfermedad y hambruna (los pamploneses se vieron obligados a comer ratas de agua) la bombilla de un lúcido ingeniero, Salvador Pinaquy, se iluminó e ideó un sistema hidráulico para bombear agua a las fuentes de la vieja Iruña desde un manantial en las inmediaciones del Molino de Caparroso, a orillas del río Arga, donde tenía su fundición.
Agua con sabor a lápiz
Hace ya 150 años de ello y el pasado mes de noviembre el Ayuntamiento de la ciudad homenajeó a su Salvador, quien no solo uniría su nombre al de la ciudad por esta heroica acción: años después del sitio carlista, la fábrica de Pinaquy se trasladaría primero a la calle Mayor de la ciudad y después al barrio de la Rotxapea, donde se establecería la conocida como Casa Sancena (que era el apellido de la mujer de Salvador y de su cuñado y socio en la empresa), en la que se forjarían las características barandillas de parques y paseos de la vieja Iruña, sus tapas del alcantarillado o sus populares fuentes del león, de las que todos los pamploneses hemos bebido en alguna ocasión ese agua con sabor a lápiz.
Dichas fuentes fueron traídas originalmente de una empresa escocesa, de cuyo catálogo pareció hacer tilín un modelo que incluía la figura del león, lo cual resultaba muy adecuado para una ciudad que está representada en su bandera por este animal (tan característico, por otra parte, de nuestra fauna). Tras instalarse algunos de esos modelo originales, la propia Casa Sancena comenzó a forjar sus propios surtidores a partir de un molde. Pues bien, una fuente similar a la escocesa podemos encontrarla entre los muros del fuerte Alfonso XII o San Cristóbal, construido en la cima del monte Ezkaba, aquel desde el que las tropas carlistas asediaron la ciudad (en una visita guiada que pude realizar a dicho fuerte se nos explicó que esa fuente había servido de modelo a las características fuentes del león de Pamplona, de lo cual se podría deducir que quizás pertenecía a ese primer lote procedente de Escocia, si no fuera porque en esa visita guiada se añadió que la fuente en cuestión había llegado hasta allí desde Irlanda).
Sea como fuere, el fuerte del monte Ezkaba se erigió precisamente como consecuencia del sitio carlista, con la intención de convertirlo en un baluarte defensivo para la ciudad, aunque acabaría reduciendo sus funciones a la de siniestro penal militar, conocido sobre todo por la famosa y masiva fuga del 22 de mayo de 1938. La mayoría de los prisioneros que sufrieron los rigores (frío, hambre, enfermedades, hacinamiento) de este penal durante la guerra y los primeros años de la dictadura fueron presos políticos, pertenecientes a sindicatos o partidos de izquierdas o nacionalistas, pero también hubo presos comunes e incluso algunos falangistas, como el catalán Josep Antoni Serrallach i Julià, que fue encarcelado acusado de preparar un atentado contra Franco.
Mercromina y atentados frustrados
Serrallach era ya en el momento de su apresamiento un brillante químico (desde sus laboratorios fue comercializada a partir de 1934 la mercromina y a Serrallach se le atribuye a menudo su invención, aunque parece ser que la verdadera descubridora de la misma fue una de sus trabajadoras, la farmacéutica oscense Irene Monroset), formado en universidades de Estados Unidos y Alemania, país este último en el que se convirtió en un ferviente admirador del nazismo. A su vuelta a España entró a formar parte de Falange Española, con la que combatió tras el golpe de estado, y en la que ocupó altos cargos. Fue, por ejemplo, la mano derecha de Manuel Hedilla (también preso del fuerte), quien sustituyó al frente del movimiento fascista a José Antonio Primo de Rivera, y a quien se acusó de conspirar para asesinar al Generalísimo (en una lucha interna por el poder en el bando sublevado) mediante un atentado con bomba en el que Serrallach en su calidad de químico iba a ser el encargado de preparar el artefacto. Ambos, Hedilla y Serrallach, serían condenados a muerte y finalmente indultados, tras años de presidio −tres en el caso de Serrallach, en cuyo perdón y liberación, al parecer, tuvieron bastante que ver los vínculos del químico con los nazis y la mediación del mismísimo Hitler−.
No fue aquel el único intento de acabar con la vida de Franco, años después, ya en la posguerra, lo intentarían comandos anarquistas en varias ocasiones, algunas de ellas en tierras vascas, durante la celebración de una regata en Donostia, por vía aérea, en 1948, o en 1962, en las inmediaciones del palacio de Aiete, en una acción en la que participó la libertaria vizcaína Julia Hermosilla.
De vuelta al Molino de Caparroso
En las mismas fechas de este último intento el grupo anarquista Defensa Interior hacía detonar una bomba en el Valle de los Caídos, en una maniobra que solo buscaba desviar la atención y dejar vía libre a los activistas que operaban en San Sebastián, donde finalmente las pilas del artefacto que debía hacer volar por los aires a Franco acabaron agotándose sin que el dictador hiciera acto de presencia.
El mamotreto fascista de Cuelgamuros tuvo su réplica local, volviendo a Iruña, en el Monumento a los Caídos, cuyo nombre oficial era “Navarra a sus muertos en la cruzada” y uno de cuyos arquitectos fue Víctor Eusa, dirigente durante el golpe de estado de la Junta Central Carlista de Guerra de Navarra, desde la que se promovió y ejecutó el asesinato de miles de navarros. Eusa vio recompensada su contribución a la sangría siendo nombrado arquitecto municipal y posteriormente de la Diputación de Navarra. Su actividad profesional fue prolífica y a lo largo de varias décadas diseñó numerosas edificaciones, como los Escolapios de Pamplona −sede de la Junta Central Carlista, por cierto− o la reforma del Hotel La Perla de la misma ciudad; paseos y jardines como la Taconera de Pamplona, donde actualmente se ubica la estatua de la Mariblanca, que formaba parte en su día de la fuente desde la que brotó el agua por primera vez desde el Molino de Caparroso, durante el asedio carlista de 1874-1875; o monumentos, como el también ubicado en la Taconera dedicado al tenor roncalés Julián Gayarre, desde quien realizamos ahora este camino de vuelta hasta la figura de Salvador Pinaquy; camino en el que, en realidad, podíamos habernos ahorrado todos los pasos, pues Julián Gayarre, antes de convertirse en una figura de renombre mundial, trabajó como herrero en la fundición de Pinaquy, en 1865.