Aquellos profetas

– Los números redondos le devuelven un pedacito de atención a la salvaje invasión rusa de Ucrania. Esta semana tenemos dos efemérides para elegir. Ayer se cumplieron 300 días de su inicio y el sábado serán diez meses. Los que tratamos de conservar la memoria frente a las mil tentaciones de dispersión, recordamos dos realidades irrebatibles. Primero, que solo un par de días antes del primer ataque del Kremlin, los guardianes del pensamiento correcto tachaban de intoxicadores y alarmistas a quienes alertaban de las intenciones de Putin. Inmediatamente después, cuando, a base de muerte y destrucción, se comprobó que la operación de castigo no era una fake news ni una fantasía interesada de “los esbirros del imperio yanki y la OTAN”, se espolvorearon simultáneamente la segunda y la tercera. A saber, que los agresores fulminarían a los agredidos en lo que dura un pestañeo y que, en consecuencia, lo que tocaba era que Kiev se dejara de heroísmos vanos y echara la rodilla a la tierra.

Sin rectificación

– Lo siguiente, claro, era instar a la Unión Europea a no enviar material de defensa para una causa que estaba perdida. Ninguno de esos adivinos —repartidos, porque los extremos se magrean, entre generalotes del ejército español con ínfulas de estrategas del copón y la crema y la nata del progrerío, empezando por el doctor Iglesias Turrión— ha reconocido que metieron la pata hasta el corvejón. De los primeros, los milicos con el pecho alicatado de medallas, nada se sabe; los medios que los convocaban han dejado de llamarlos. En cuanto a los segundos, ahí siguen, tratando de evitar el espinoso tema de su penoso vaticinio. Peor que eso: hoy es el día en que si les preguntas por las masacres sin cuento que ha perpetrado la soldadesca invasora, todavía te replican que la culpa es de la OTAN, el imperialismo y, cómo no, el perverso sistema capitalista, bla, bla, bla, y me llevo una.

Nuestros bolsillos

– En cuanto al común de los mortales, es decir, usted y yo, tampoco estamos como para ponernos muy alto el listón ético. Incluso siendo conscientes de las matanzas sin cuento que se siguen produciendo, es muy difícil mantener la atención. Por lo demás, tampoco nos vamos a engañar. La empatía se encuentra con el muro de nuestros bolsillos esquilmados. Al final, lo que más nos preocupa de lo que ocurre a apenas cuatro horas de avión es su influencia en los sablazos que nos pegan el súper, la imposibilidad de encender la calefacción o, en el peor de los casos, que nuestra empresa tenga que adelgazar la plantilla o, todavía más chungo, bajar la persiana.