Un grito estremecedor, sobrehumano, abrió la montaña sagrada en canal. Temblaron las paredes de los Lagos de Covadonga, sacudidas por la garganta desgastada de Primoz Roglic, que bramó una victoria sin parangón. Grandiosa. El esloveno, un campeón de punta a punta, agarró por la pechera la Vuelta. Le pertenece. Roglic talló su nombre con letras de oro en la historia de la carrera. Impulsado por la bendita locura de Bernal, que todo lo dinamitó, Roglic narró un discurso maravilloso. Realismo mágico. El esloveno cerró los ojos cuando ganó. Soñó despierto su triunfo con más eco. Una gesta mayúscula en una jornada épica, monumental, esas que elevan el ciclismo a otra dimensión. Roglic levitó. Gloria y honor para el esloveno, que no se lo pensó. Una corozonada le llevó al cielo. "Es un carrera. Siempre hay riesgo. Simplemente seguí a Bernal", dijo el esloveno. El líder, refractario a las coartadas, no se baja de ese pensamiento. Un mantra. Eso le engrandece.

"No hay gloria sin riesgo", repitió el esloveno, un competidor excelente capaz de reponerse a las peores derrotas y salir más fuerte. Roglic, que tenía tanto que perder, que no tenía necesidad de correr riesgos porque es el más sólido de la carrera, olvidó el cálculo. A pecho descubierto. Se subió a la propuesta pasional de Bernal, que se reivindicó en un día para la memoria colectiva. "El valiente del día ha sido Roglic. Yo no tenía nada que perder, pero él sí", subrayó el colombiano que acompañó a Roglic en una odisea maravillosa. El esloveno laminó a Bernal y se coronó en los Lagos de Covadonga, donde se adueñó del trono de la Vuelta. Aventajó en 1:35 a Kuss, Yates, López, Mas, Bernal y Haig. Eiking, el líder que fue, perdió más de 9 minutos. Roglic lidera la carrera con 2:22 sobre el mallorquín y 3:11 respecto al colombiano. "Nunca es suficiente pero estoy supercontento", definió el esloveno volador.

Antes del mito, de los Lagos de Covadonga, altar del ciclismo, cumbre de legendaria, frontispicio de tantos nombres, la Collada Llomena, una subida sin nombre, arrancó las identidades a jirones de piel. La lluvia se mezclaba con las lágrimas del dolor, perlas de sufrimiento, los rostros lívidos, deslavados. Eiking, que se deshilachó en la primera pasada, se le apagó la vela de la Vuelta. Orgullo y dignidad hasta el final. La subida era una bajada al infierno. Vlasov se evaporó. Guillaume Martin se encogió. Arrugados en una montaña que sacudía voluntades, que arrodillaba. Letanía. Penitencia. Un collar de plomo. Genuflexión en una ascensión cruel y despiadada.

Bernal, el hombre que regresó del sótano para conquistar el Giro, se destapó a 61 kilómetros del mito. Rebelde. A todo o nada. Ciclismo a dos tintas. El colombiano enfocó su ambición. Mordía con la mirada un puerto descarnado que desalmó a tantos, rotos por dentro. Miseria. Dispuesto a devorar la carretera, a comerse la Vuelta. Bernal, la Bestia, otra vez salvaje. Libre. Roglic leyó la mente del colombiano, que se desató. El esloveno no dudó. Valeroso. Se alistó a la revuelta de Bernal. Roglic ama la Vuelta. La desea. De campeón a campeón. Hablan el mismo idioma de los viejos campeones de rompe y rasga que guarda la memoria. El despegue del colombiano arrastró al esloveno. Aliados. López sacó la capa, pero se le mojó. Mas, que pensaba en grande, se apocó. El muro de realidad. Nada tan prosaico. Atrincherados en la impotencia. Deshabitados. Ciclistas sin eco. Perdidos como lágrimas en la lluvia. Bernal iluminó la subida. Un foco de luz en la oscuridad. Roglic brillaba. Dos luminarias en el cielo asturiano. Supernovas. A Mas, López y Yates les engulló un agujero negro. En la cima, Bernal y Roglic se habían disparado. Los otros favoritos, asfixiados, se quedaron afónicos en una etapa trepidante. Nada que decir, mudos ante la grandeza de Roglic y Bernal.

El descenso era para conductores suicidas. Un carretera de espejo en un desfiladero de miedo, La Hermida. La garganta del diablo. La lluvia ametrallaba balas de tensión. El colombiano y el esloveno trazaron con decisión. Por detrás, el hilo de asfalto, empapado, supurando agua y desasosiego, cuadró a más de uno. Asustaba el asfalto. Vlasov se estrelló. Eiking también se arrastró. Haig, Mas, López y Yates se sometieron a los designios de la precaución. En el aterrizaje, Bernal y Roglic, mosqueteros, solidarios, disponían de dos minutos de renta. El Bahrain izó la bandera de la persecución en la antesala del puerto que estrenó Marino Lejarreta en la Vuelta de 1983. Después de él se tallaron otros nombres en el panteón del ciclismo asturiano, en su templo.

ROGLIC DEJA A BERNAL

La santina, la Virgen de Covadonga, bendijo el valor de Roglic y Bernal, que honraron la Vuelta. Ayuda divina para ellos. Piernas blancas las del esloveno, oscuras las del colombiano, unidas en la misma misión. Poels tiró de los perseguidores. Sufridores todos. Mineros en la montaña. Pico y barrena. El esloveno, campeón de las dos últimas ediciones, y Bernal no cejaron. Tipos duros. Ciclistas dorados. Roglic, cara inescrutable, deshuesó a Bernal. El esloveno desplegó una mesa de autopsias. En la Huesera se retorció Roglic. Se descoyuntó Bernal. Fantasmas en la niebla. Al límite. Cuerpos en el abismo. La montaña fue mordiendo al colombiano hasta desgastarlo. Roglic, la roca, se fundió con la montaña. López, Kuss, Mas, Haig y Yates formaron otra cordada para una ascensión de crampones y piolets, de mitos y leyendas. Roglic, los ojos hinchados, la baba bailándole el esfuerzo, se confundía con la niebla de la agonía. No le tumbó. Es un ciclista majestuoso. Mas se soliviantó. Agitación. El grupo perseguidor embolsó a Bernal en el tramo final. "A mí lo que me gusta es competir. Montar en bici, disfrutar", analizó el colombiano, feliz de ser feliz. Ciclismo de infancia. Lo compartió con Roglic, que gritó su Vuelta en los Lagos de Covadonga. Allí la agarró.