El oro más sucio
La justicia resuelve con una multa la más vergonzosa estafa del deporte español, capaz de simular la discapacidad intelectual de diez de los doce integrantes del equipo de baloncesto para ganar en Sidney
Pamplona
La Copa Ibérica de 1998, una competición menor acotada históricamente en la vitrina de España, asoma como el hilo conductor de la actuación más vergonzosa que se le recuerda al deporte español, tan pródigo en éxitos como exuberante en escándalos. Sin embargo, de entre todo ellos, el fraude para la conquista del oro paralímpico de baloncesto en Sidney 2000, donde diez de los doce jugadores que componían la selección no sufría ningún tipo de discapacidad intelectual, no encuentra parangón en el movimiento paralímpico. Posiblemente, aquel oro, después retirado por las autoridades deportivas, sea el más sucio de la historia del deporte. Un episodio de la España más negra, esa que solo entiende de dinero y gloria a cualquier precio y que posee los arrestos para pujar, con semejante mancha en la hoja de servicios, a cara descubierta por la organización de unos Juegos Olímpicos que llevan aparejados consigo los Paralímpicos.
La gran mentira, una trama tan chusca en su concepción como sórdida y dolorosa en su puesta en escena, que daña severamente el esfuerzo de las personas discapacitadas, despreciando su lucha, su esfuerzo e integración, se resolvió el pasado lunes en los juzgados. Trece años después del embuste, la Audiencia Provincial de Madrid condenó a Fernando Martín Vicente, presidente por entonces de la Federación Española de Deportes para Discapacitados Intelectuales (FEDDI), al pago de una multa de 5.400 euros y la devolución de los 150.000 euros que el organismo que regía recibió en conceptos de ayuda debido a los resultados obtenidos por el equipo. El resto de los procesados, 19 en total, fueron absueltos tras un pacto con la Fiscalía. Entre ellos se encontraba Carlos Ribagorda, un periodista que trabajaba para la revista Capital, que se infiltró en la selección de la infamia para destapar el pestilente montaje, aunque hay voces que critican al periodista por no haber actuado antes. Ribagorda jugó dos años en aquel equipo de simuladores.
El decorado de la farsa comenzó a tambalearse después de que una foto de Marca mostrara en lo más alto del podio de Sidney a la selección española, campeona ante Rusia (87-63). La imagen de la felicidad era, en realidad, el reflejo de un burdo simulacro y una prueba inequívoca de la trampa. Los periodistas del Diario de Alcalá, alertados por el equipo de baloncesto de discapacitados intelectuales del CB Alcalá, reconocieron a varios jugadores que participaban en ligas de baloncesto y que evidentemente no eran discapacitados. Entonces se abrió el telón del sainete. Llegaron las preguntas incómodas, con la delegación paralímpica aún en Sidney. Con la intención de evitar el escándalo, la federación instruyó a los falsos discapacitados a dejarse barba, parapetarse bajo gorras y ponerse gafas de sol para esquivar la atención en su regreso al aeropuerto de Barajas, el 31 de octubre de 2000. "El Diario de Alcalá reconoció a tres miembros de la selección que eran vecinos de la localidad. Se pusieron a investigar y descubrieron que no eran discapacitados. En ese momento, el escándalo estuvo a punto de saltar por los aires. Lo evitó Fernando Martín cuando tuvo que mostrar a la prensa los certificados falsificados", desgranaba Carlos Ribagorda.
falsos certificados Detectar la discapacidad intelectual no resulta demasiado complejo, determina Nacho Quemada, psiquiatra del centro Aita Menni, especializado en neurorehabilitación. "Realmente bastaría con datos relativos a la biografía de la persona y un test de inteligencia. Si a eso se añade la observación del paciente, es muy difícil poder engañar al especialista que evalúa". La información que pueda ofrecer el sujeto en primera persona, así como la que aporte su entorno resulta esclarecedora para certificar una discapacidad intelectual. "Los datos académicos dicen bastante de la capacidad intelectual. Si a eso se suma información por parte de personas que conozcan a la persona y se atienden a otras señales, como la capacidad de expresión, de argumentación... no es difícil saber si estamos ante una persona con discapacidad intelectual". De todas maneras, el doctor Quemada expone a este periódico que también existe "una zona de grises: el límite, que en el test de inteligencia se sitúa entre los 75-80 aciertos en un examen que puntúa entre 0 y 200. Ese resultado se complementa después con otro tipo de pruebas para determinar si existe discapacidad intelectual". Carlos Ramírez, psicólogo deportivo, también considera que tratar de engañar a un examinador resulta muy difícil. "Técnicamente es casi imposible el error puesto que un profesional, tras una entrevista estructurada y la utilización de una batería de pruebas diagnósticas cuenta con muchos datos". Las pacientes deben hacer frente a pruebas estandarizadas como el Wisc o el Bender, unos filtros que revelan la capacidad intelectual de las persona y que se emplean a nivel legal para determinar el grado de incapacidad, aclara a este periódico Carlos Ramírez.
Los falsos discapacitados nunca fueron puestos a prueba. Para que el plan se desarrollara con eficacia era imprescindible evitar cualquier tipo de examen a los falsos deportistas. La FEDDI se encargaba de realizar los falsos certificados y nadie preguntaba por los documentos porque era el propio organismo el que autentificaba las minusvalía. Así, el único requisito para ingresar a la selección de discapacitados intelectuales por la puerta de atrás se limitaba a saber jugar al baloncesto, exponía el periodista en su relato. "Nunca me realizaron un test para que se demostrara mi supuesta minusvalía".
comienzo de la trama Un salto en el tiempo. Quince años atrás. Portugal. Copa Ibérica. Un coloso de más de dos metros hizo añicos a España. Es el banderín de enganche para justificar el engaño. Los técnicos de la delegación española sospecharon que el hombretón del que se colgaba la selección portuguesa, que ganó a España, no tenía ninguna discapacidad intelectual. Entre los directivos españoles se encendió la bombilla para maquinar un plan deportivamente fraudulento y éticamente nauseabundo. "Históricamente, siempre habíamos ganado a los lusos, pero en ese partido tenían un 2,06 metros, que tampoco era discapacitado, que les hizo vencernos por 15", relataba Jordi Clarens, seleccionador en el Mundial de Brasil de 1998, a la revista Gigantes, una publicación que investigó bajo una alfombra que escondía toneladas de basura.
El relato de Clarens a la revista, especializada en baloncesto, estremece por su sinceridad. "Al día siguiente me llamó Jesús Martínez, vicepresidente de la Federación y con cargo en el CSD (Consejo Superior de Deportes), y me dijo que me iba a buscar unos chicos que estarían al límite de la legalidad y que nos subirían el nivel". El reclutamiento de jugadores sin ningún tipo de discapacidad no tardó en llevarse a cabo. "Me di cuenta que no eran discapacitados ni nada, me podrían dar lecciones de basket a mí", subrayaba Clarens. No solo al técnico. La nueva España, la mentirosa, se encumbró en el Mundial de 1998 -con cuatro jugadores sin discapacidad- y en el Eurobasket de 1999, al que acudieron nueve jugadores sin problemas, en Sidney fueron diez. "Mi primer encuentro se produjo en el autobús que nos llevaba a disputar la competición. Pude comprobar que nadie era discapacitado. Eran como... unas vacaciones con todo pagado", decía Ribagorda.
Nadie podía con aquellos tramposos que se aprovechaban de su superioridad ante rivales que no competían en igualdad de condiciones. Antes de los Juegos Paralímpicos, el Rey otorgó la Copa Barón Güel al equipo, un trofeo que distingue a la mejor selección española. Ante semejante currículo, llegó el dinero de Telefónica, BBVA, la Fundación ONCE o el propio CSD, volcados con la selección paralímpica para la cita de Sidney. El cálculo de Fernando Martín Vicente se cumplía a rajatabla. A más logros; más dinero para las arcas del organismo que presidía. "Lo que motivó todo el plan fue una especie de ayuda o plan ADO que iba destinado a los discapacitados. A más medallas, más dinero", describía Ribagorda. Los discapacitados recibían el dinero de esas becas pero tenían que devolver las ayudas al ente federativo como donaciones.
En medio de la euforia de saberse invencibles llegó la gran cita, los Juegos Paralímpicos de Sidney. La tapadera se sostenía gracias al silencio cómplice de todos los que participaron de la falacia. Ramón Torres y Juan Pareja, que eran los únicos discapacitados del grupo, se fiaron de las explicaciones de los federativos. "Empecé a ver gente nueva y pregunté a Eduardo García quiénes eran. Me decía que jugadores del Campeonato de España, o sea discapacitados también, pero yo llevo mucho tiempo jugando y conozco a todo el mundo y a estos no los conocía, pero confiaba en la Federación", exponía Torres en Gigantes". Para que en Sidney nadie sospechara, se asesoró a los falsos discapacitados para que simulasen torpeza a la hora de rellenar formularios, escribiendo despacio, costosamente. Recibieron órdenes similares cuando se trataba de competir. El técnico les pedía que aflojaran en defensa porque las palizas se sucedían. Sin embargo, nada como la convivencia en Australia describe la catadura moral de los involucrados en el amaño. "Nuestra relación con los demás fue mala. Siempre hablando entre ellos", aseguraron los auténticos deportistas. "Soy discapacitado, vale, pero jamás haría algo así, prefiero ser discapacitado a ser como son esos personajes", sentenció Roberto Torres.