El grito angustiado pero exigente, luego tan desgraciadamente habitual, de “¡Vivos se los llevaron, vivos los queremos!”, parece que nació allí tras aquel suceso, uno de los más dramáticos y sangrientos de la profunda historia de México. Al menos, las madres que sobreviven y que conservan en su memoria el recuerdo de sus hijos perdidos aquel 1968 lo siguen repitiendo a pesar de ser demanda estéril todos los años, el mismo día 2 de octubre y en el mismo lugar: la plaza de las Tres Culturas.
Aquel día, en la plaza de Tlatelolco o de las Tres Culturas se reunieron casi 10.000 estudiantes y simpatizantes para asistir al mitin que convocó el Consejo Nacional de Huelga y que, posteriormente, tenían previsto marchar al Casco de Santo Tomás, donde estaban las instalaciones del Instituto Politécnico Nacional ocupado días antes por el Ejército. No hicieron más que caer en una emboscada. De pronto por todas las calles convergentes, aparecieron fuerzas militares y policías rodeando la plaza, se disparó una bengala (otras versiones dicen que fueron tres, verdes y rojas)? y la matanza comenzó.
“Nunca se supo, nunca se sabrá”, cuentan que repetían en privado el presidente Gustavo Díaz Ordaz, el secretario de Gobernación, Luis Echeverría que le sucedería en el cargo mediante el entonces habitual dedazo, y otros altos cargos gubernamentales. (Inciso: Curiosamente, los responsables de tan repugnantes y miserables asuntos parecen utilizar argumentos similares, ya lo hizo Felipe González con el GAL).
En efecto, medio siglo después, la responsabilidad última (organización y órdenes) sigue siendo desconocida por más que es evidente, más que sobradamente, quiénes fueron los ejecutores aunque ni mención de que sufrieran castigo alguno por sus actos. El luego presidente, Luis Echeverría, sería acusado pero absuelto como era de imaginar aunque “estuvo bajo arresto domiciliario y ha sufrido el oprobio”, como acaba de recordar en El Universal Elena Poniatowska, escritora de referencia y autora de La noche de Tlatelolco donde recogió numerosos testimonios de supervivientes de lo que fue inmediata testigo.
El tiroteo En un momento dado, cuando los dirigentes estudiantiles y del Consejo Nacional de Huelga se preparan para iniciar sus intervenciones ante una expectante multitud, vehículos blindados y cientos de policías invaden el recinto y dos helicópteros sobrevuelan la plaza. Los congregados acogen su entrada con insultos y silbidos pero sin mayor temor, acostumbrados a verse controlados rigurosamente en ocasiones anteriores, aunque llama poderosamente la atención el único guante blanco que lucen muchos militares en su mano izquierda y, sorprendentemente, hombres de paisano algunos trajeados y mezclados con los manifestantes.
Los más temerosos buscan la protección de la parroquial de Santiago Tlatelolco y Colegio de la Santa Cruz cercanos a la plaza, pero se encuentran cerrados a cal y canto y chocan con la negativa de los religiosos (al parecer por órdenes terminantes de la Arquidiócesis de México) y se ven obligados a permanecer fuera del templo desde donde serán testigos privilegiados (¿?) y horrorizados del genocidio.
De pronto, surge el infierno de las ametralladoras de policías y carros de combate y de los anónimos hombres con guante blanco de camarero y una criminal lluvia de balas cae sobre los miles de congregados, que huyen aterrorizados, despavoridos por todas partes, saltando cadáveres y heridos o montones de gente que intenta resguardarse y sin poder abandonar la plaza con todas las salidas cerradas. El tiroteo dicen que tuvo dos fases, hora y media el primero (de 18.15 a 19.45 horas) y de nuevo entre las 23 horas y medianoche, hasta que por fin cesó el ruido de las armas seguido por un silencio sepulcral sólo roto por los gritos de los heridos que reclaman asistencia (“se retardó en llegar una eternidad”, afirmaron testigos) y del llanto y desesperación de quienes aún vivos se temían lo peor.
Para sorpresa de miles de mexicanos, las cifras oficiales informaron de 325 muertos y unos mil heridos, todos por arma de fuego (decenas por la espalda al huir), cuando cientos de familias denunciaban ya la desaparición de hijos y allegados, y las redacciones de periódicos y emisoras de radio colapsaban por llamadas continuas denunciando la matanza o reclamando noticias de los suyos.
rastros eliminados “Nunca se supo y nunca se sabrá”. La plaza de las Tres Culturas permaneció ocupada aún varios días, circulan versiones de toda credibilidad que aseguran que los muertos “oficiales” se multiplican tras “una balacera de duración semejante”, pero a lo largo de la noche salen camiones cargados de cadáveres con rumbo desconocido. Y todo el tiempo los soldados se ocupan en recoger calzado, ropa, bolsos y carteras y decenas de objetos perdidos por los manifestantes en su huida aterrorizada, el escenario y los rastros de sangre fueron limpiados meticulosamente con manguerazos de agua a presión, de forma que al día siguiente el recinto de Tlatelolco ofrece un aspecto muy distinto al del final de la refriega espantosa. La mayoría de los cadáveres no llegaron a depósito ninguno ni se sabe su destino. O se quemaron o se enterraron en fosas ilocalizables.
Un caso: “Tras hallar restos humanos en Tlatelolco le dieron a elegir: silencio o su hijo lo pagaría”, titulaba el periódico La Jornada el pasado 5 de septiembre en una previa del 50º aniversario de la matanza, e informaba como en junio de 1981, “al excavar (se iba a ampliar el Hospital General colindante) localizaron huesos de tres personas; fueron ocultados inmediatamente”. La amenaza se dirigía a la arquitecta Rosa María Alvarado que calló por miedo después de ser torturada y vejada, pero en 2007 decidió narrar los hechos por carta a la senadora Ibarra, en la que relata que los peones “encontraron tres esqueletos en el área”. Aseguró que médicos del hospital “fueron a ver los restos y nos confirmaron que eran humanos, y que era de gente joven”. Nunca más se supo.
testigos molestos De inmediato, tras la masacre mandatarios del Gobierno federal cursan órdenes a prensa y televisión prohibiendo de forma tajante la publicación de fotografías que pudieran haberse tomado, lo que cumplen oprobiosa y servilmente muchos de los periódicos y publicaciones afectos al poder, aunque con honrosas excepciones ya que no todos lo harán e informarán de lo ocurrido si bien con muy limitado soporte gráfico. Pero, inevitablemente, hay demasiados testigos y algunos de ellos decididamente inoportunos, como la periodista italiana Oriana Fallaci, invitada por el Consejo Nacional de Huelga mundialmente famosa por sus entrevistas “descaradas” a presidentes de las grandes potencias y como corresponsal de guerra en Vietnam y en otros conflictos.
Otra mujer, mexicana, periodista y escritora de prestigio, Elena Poniatowska que acude al lugar en cuanto le llegan las primeras noticias del drama, en su libro La noche de Tlatelolco recoge declaraciones de la corresponsal italiana mientras esta convalecía en el Hospital Francés. Ahí menciona que permaneció “tirada en un charco de su propia sangre durante 45 minutos sin que nadie le prestara auxilio y haciendo caso omiso de sus peticiones para que se avisara a su embajada”. Un texto de su puño y letra sobre el drama figura en su libro Nada y así sea, donde afirma “no haber visto, ni siquiera en guerra, una matanza de tal magnitud, pues en la guerra (y estuvo en varias) por lo menos se trata de gente armada contra gente armada”. Lo dice una mujer condecorada en su país por haber pertenecido a la Resistencia contra la ocupación nazi en Italia con sólo 14 años.
Casi todos callaron, pero no todos, el primero la revista Por qué?, dirigida por Mario Menéndez, que horas después publicaba imágenes dantescas cedidas por varios profesionales porque “en esos casos las fotos son de todos”. Menéndez recibió un premio imaginable, fue perseguido y finalmente desterrado del país y toda la sede de su revista dinamitada y destruida entre el silencio culpable de la prensa amordazada por el poder.
¿culpables? Tantos años después, no se sabe quién dio las órdenes. El presidente Gustavo Díaz Ordaz pidió la presencia militar en la plaza, pero el Comando Supremo de las Fuerzas Armadas fue quien ordenó el fuego. Todos los documentos de la matanza se quemaron y desaparecieron, los archivos oficiales fueron esquilmados. Díaz Ordaz ya murió y su amante, la actriz Irma Serrano La Tigresa más conocida por sus escándalos que por su arte, culpó al sucesor Luis Echevarría y este dijo no saber nada. Casualmente, sólo documentos de la CIA, el FBI, la Casa Blanca y el Pentágono arrojan alguna luz sobre el asunto. Pasó medio siglo, la matanza de las Tres Culturas está en la historia como una de las acciones más repugnantes de la guerra sucia de los gobiernos dictatoriales. En típicas declaraciones de manual, se dijo que varios manifestantes llevaban armas pero es claro que fue una operación perfectamente planificada y que las víctimas estaban en el otro lado. Otra vez.