En el metro de Kharkiv aún quedan centenares de personas refugiadas de los proyectiles que casi cada día caen en esta ciudad del este de Ucrania. Muchos de sus habitantes se están marchando, pero otros siguen bajo tierra y algunos llevan en el subterráneo los 44 días de guerra.

Las tropas rusas están a unos kilómetros de Kharkiv, la segunda ciudad más grande de Ucrania y cercana a la frontera rusa, y la atacan desde la distancia con artillería, que cae con mayor o menor intensidad dependiendo de los días.

Esta semana los ataques han sido constantes con varias oleadas de explosiones diarias, especialmente en pueblos de las afueras del noroeste como Derhachi, en barrios del este como Saltivka y en otras localidades del sureste.

Cuando comenzó la invasión, Kharkiv fue bombardeada desde el aire y desde entonces no han dejado de caer proyectiles. El ayuntamiento de la ciudad cifra en 16.000 las infraestructuras dañadas, 1.300 de ellas edificios residenciales, y el gobierno ucraniano ha instado a la población a abandonar toda la región ante un posible avance ruso.

Entonces muchos habitantes se metieron en sus estaciones de metro, de diseño soviético y grandes andenes, y aún hoy centenares siguen allí, a pesar de que, según dicen los propios pobladores del subterráneo, solo queda un tercio de las personas que había al principio de la guerra.

Ahora, algunas paradas tienen camas dispuestas en el medio del andén que sus dueños ocupan solo por la noche, cuando se intensifican las bombas.

Cada una con personalidad propia y objetos que reposan solitarios por el día: un tulipán sobre una mesilla, un libro en una silla junto al colchón, una bolsa con zapatos debajo del jergón, una maleta o una mesa con el desayuno preparado y tapado con un trapo.

ANASTASIA Y SU BEBÉ, 44 DÍAS BAJO TIERRA

En otros andenes, los refugiados siguen viviendo día y noche y han habilitado en los vagones improvisados apartamentos. Uno de sus inquilinos es Anastasia, psicóloga de niños discapacitados que lleva seis semanas en el subterráneo. Entre dos columnas tiene colgados, de dos cuerdas paralelas, decenas de pantalones, monos y camisetas de bebé.

Debajo de la ropa, en el suelo sobre unas mantas, su hijo de seis meses, Artem, se lleva un juguete a la boca con la felicidad del pañal recién cambiado. Cada día, dice la madre, salen de paseo cuando las bombas dan un respiro, pero allí se van a quedar por ahora.

Ella y su marido, que lee un libro en el vagón, vivían en un primer piso de una casa antigua poco segura, dice, y decidieron resguardarse bajo tierra. "No pensábamos que esto iba a durar tanto, creíamos que íbamos a estar una semana y ahora se está haciendo difícil la vida aquí".

Al principio, dormían en el andén porque los vagones estaban ocupados, pero a medida que la gente se fue marchando, dejaron huecos dentro y se han "mudado" a uno de ellos. Allí tienen la ropa, los juguetes de Artem y duermen encima de unas cuantas mantas en el suelo, entre los asientos.

Reciben comida de restaurantes que la ofrecen a los refugiados y cocinan en la estación con un robot que pueden enchufar. Consiguen el agua de una fuente habilitada junto a las taquillas.

"Nos sentimos seguros aquí, en otras ciudades no tienen un refugio tan seguro como el metro", dice Anastasia poco consciente de que en localidades ucranianas más al oeste la vida discurre relativamente tranquila, sin bombas.

En su andén hay ahora unas 35 personas, entre ellas una madre con sus tres niñas, que juegan de un lado al otro, pero antes había el triple, dice Anastasia.

"TENGO MIEDO A SALIR"

En un banco, entretenida viendo un vídeo en una tableta, está Larissa, de 70 años. A la primera pregunta, rompe a llorar desconsolada. "Es demasiado dolor, no puedo soportarlo". Casi no puede respirar de la angustia. Lleva solo cinco días en el metro, sin salir ni un minuto al exterior.

Su hija y sus nietos, cuenta, consiguieron huir a Polonia y ella se quedó en un sótano con su hijo de 40 años, pero tenía tanto miedo de las bombas que le pidió trasladarse al metro. Su pueblo, dice, estaba en primera línea de frente. "Se rompieron todas las ventanas y pusimos tablones de madera, este es el sitio más seguro".

"Al principio las sirenas sonaban veinte veces al día, lanzaban misiles desde Rusia y no podíamos vivir. Luego nos mudamos al metro, pero nos siguen atacando a diario, cada día se oyen explosiones. Por favor, cerrad el cielo para nosotros", reclama.

Larissa nunca pudo imaginar esta guerra. "Yo hablo ruso", dice esta habitante de Kharkiv, una ciudad donde el 95 % de la población es rusoparlante. "Aquí nadie prohíbe el ruso, ¿por qué creen que somos nazis? Vivíamos en paz", se queja.

"Casi todos nosotros tenemos familiares en Rusia, nadie entiende por qué están haciendo esto", insiste con voz entrecortada. A la mínima, Larissa llora, la angustia a flor de piel.

El miedo a las bombas la tiene paralizada y ni siquiera se plantea ir a otra ciudad más segura. "Tengo miedo a salir porque los trenes y los coches son atacados. Tengo una edad en la que ya no me siento segura en el viaje".