En el siglo XVIII la inmensa mayoría de la población no salía de su lugar de residencia en toda su vida. Los pocos que viajaban lo hacían a pie o a caballo, según su clase social, por los viejos caminos de herradura. La construcción de los caminos carretiles, que permitían el tráfico de vehículos de cuatro ruedas y facilitaban el transporte y el comercio, fue tan revolucionaria en aquel tiempo como lo serían dos siglos después las autopistas. José Antonio Recondo (Tolosa, 1944) acaba de publicar un libro sobre el Camino Real Tolosa-Pamplona, uno de los primeros que se construyó.
Los primeros caminos carretiles de la península, y los únicos durante mucho tiempo, fueron el Camino de la Ribera, de Pamplona a Tudela y Zaragoza (1750), el Camino Real de Castilla que enlazaba Madrid con Irún (1780) y el ramal de Navarra, de Tolosa a Pamplona (1793). Hasta 1847, cuando se construyó el camino a Francia por Belate, todo navarro, aragonés o incluso catalán que quisiera viajar a Francia en diligencia tenía que pasar por aquí, mientras castellanos y portugueses lo hacían por el Camino de Castilla. Unos y otros convergían necesariamente en Tolosa, donde cada día entraban o salían hasta catorce diligencias y decenas de galeras. La villa guipuzcoana se industrializó y alcanzó una prosperidad que le permitió conseguir la capitalidad provincial en 1844, que hasta entonces se repartía anualmente con San Sebastián, Azpeitia y Azkoitia.
Por aquellos caminos carretiles, recuerda Recondo, circulaban rápidas diligencias para el transporte de personas y pesadas galeras que transportaban las mercancías y a los menos pudientes. Por primera vez desde tiempos de los romanos había una organización, un sistema constructivo que regulaba la anchura de las vías (seis metros y medio), el firme (mampostería de medio metro de profundidad recubierta de cascajo y tierra) y el sistema de drenaje. Cada tres kilómetros había peones camineros encargados del cuidado de la vía, que exigía reparaciones constantes, y cada quince cocheras para el cambio de caballerías de las diligencias. De hecho, estos caminos soportaron, ya en el siglo XX, el paso de vehículos a motor y estuvieron en servicio hasta pasada la Guerra Civil.
Salvo un pequeño tramo que aún se conserva en la salida de Lekunberri hacia Mugiro, el Camino Real de Tolosa a Pamplona seguía el trazado que se convertiría después en la carretera nacional hasta que se abrió la autovía de Leitzaran en 1995. El coste de la construcción fue astronómico para la época y las Diputaciones de Guipúzcoa y Navarra establecieron puestos de peaje y arbitrios, donde se pagaba por el paso de personas, vehículos, animales y mercancías. Entre Pamplona y Tolosa hubo cuatro peajes: en el puente de Santa Engracia, Erice, Kateaundi en Lekunberri e Illarrazu. Según la investigación de José Antonio Recondo, el de Kateaundi, que funcionó entre 1824 y 1899, fue durante mucho tiempo el más lucrativo de Navarra, por delante de los de Noáin, Tafalla y Caparroso. Sin embargo, la existencia de los puestos de pago llevó inevitablemente a otro negocio, el contrabando, que fue intenso en Larraun, Gorriti o Leitza. Las gentes de estos lugares, perfectas conocedoras del terreno, sorteaban los peajes por los antiguos caminos medievales y calzadas para pasar los productos sin pagar a lomos de caballerías.
José Antonio Recondo llena su libro de curiosos datos y testimonios humanos sobre los viajes de la época. El recorrido de Tolosa a Pamplona costaba doce horas. Las mayores diligencias, como las de la empresa La Coronilla de Aragón, que realizaban el trayecto Zaragoza-Tolosa, podían llevar hasta 21 personas y eran tiradas por nueve mulas que en algunos lugares, como el puerto de Azpíroz, no podían con la carga y tenían que ser reforzadas con una pareja de bueyes. Ello dio origen a un negocio de boyeros, como los del pueblo de Lezaeta, que prestaban sus animales para subir la cuesta. En estas condiciones, los accidentes eran frecuentes en los puertos de montaña y también en las calles de Tolosa y Pamplona, donde las diligencias entraban al galope.
Las galeras eran mucho más lentas e incómodas. Servían fundamentalmente para el transporte de todo tipo de mercancías, pero también viajaban en ellas las gentes humildes que no podían pagar el caro billete de las diligencias. De Guipúzcoa y Francia transportaban papel, textiles y curtidos, ferretería, forja, pescados o grasas. En sentido contrario, de Aragón y Navarra salían aceite, lana, algodón, azafrán y, sobre todo, vino, que era el negocio más lucrativo.
la decadencia
El tren puede con la diligencia
La apertura en 1864 de las líneas ferroviarias Miranda-Irún y Zaragoza-Alsasua acarreó el cierre de las compañías de diligencias de larga distancia, aunque se mantuvo un servicio de carricoches en trayectos cortos y entre localidades a las que no llegaba el tren. Familias como los Martija de Tolosa, los Sorabilla de Betelu o los Ayestarán de Lekunberri se convirtieron en conductores de viajeros. Según José Antonio Recondo, el último diligenciero de Navarra fue Claudio Sorabilla, que siguió trabajando con su carricoche hasta finales de los años veinte del siglo pasado, cuando los demás ya llevaban años motorizados. A finales de esa década compró su primer autobús, que sería el embrión de La Muguiroarra.
El Camino Real de Tolosa a Pamplona generó un considerable negocio a su alrededor. Recondo ha constatado la existencia de 27 ventas, de las que sólo queda en la actualidad una, Venta Mugiro, además del Hotel Ayestarán de Lekunberri. No obstante, 18 de aquellos edificios siguen en pie aunque dedicados a otros usos: lo que fue la Venta de Iza es ahora el ayuntamiento, en Urriza es una casa de retiro, otras están abandonadas, como la de Añezkar, y algunas se convirtieron en viviendas: la Venta Berri de Berriozar, la de Arruitz, la Venta Zarra de Mugiro, las de Gulina y otras en Lizartza. Algunas se transformaron en depósitos de sementales porque tenían excelentes cuadras y por esa misma razón fueron muy apetecidas por los militares, por ejemplo en las guerras carlistas.
Hasta mediados del siglo XIX las ventas eran públicas, construidas en terrenos de los municipios. Además de ofrecer alojamiento y comida para personas y animales, algunas funcionaron como casas concejiles e incluso sirvieron como cárceles. Con la apertura de la línea del ferrocarril del Plazaola a principios del siglo XX, las ventas fueron cerrando, salvo la posada Ayestarán y la venta nueva de Mugiro, que aprovecharon la creciente llegada de veraneantes en el tren. La de Urriza también continuó abierta como tienda.
la "belle epoque"
Balnearios y hoteles
En 1883, treinta años antes del nacimiento del Plazaola, se había abierto en Betelu un balneario que aprovechaba las aguas sulfuradas del manantial Iturri Santu. El rey Alfonso XIII, enfermo de tuberculosis, acudió a tomar las aguas al año siguiente y puso de moda el centro termal entre los aristócratas que veraneaban en San Sebastián y Biarritz. Betelu compitió con éxito con los balnearios guipuzcoanos de Zestoa y Altzola. Había fiestas, bailes y se jugaba en el casino. Pero todo cambió con la llegada de la Guerra Civil, cuando el balneario sirvió como punto de reunión de los golpistas que preparaban el asalto a Guipúzcoa. Tras la guerra, "se llenó de obispos, curas, monjas y militares", señala Recondo.
El otro gran establecimiento hostelero junto al Camino Real fue, todavía es, el Hotel Ayestarán de Lekunberri. Jacinto Ayestarán y su esposa Jesusa abrieron esta casa en 1911, y desde el primer momento tuvo gran éxito. Eran aquellos años en los que se consideraba que la vida al aire libre, el sol, el descanso y la comida sana eran el mejor remedio para enfermedades entonces muy comunes, como la tuberculosis o el raquitismo. Estaba de moda el deporte y los visitantes adinerados practicaban el esquí, jugaban al tenis y montaban a caballo y en bicicleta.
Aquel espíritu culto y refinado influyó en una parte de la juventud de Lekunberri, sostiene José Antonio Recondo en su libro. Un grupo de chicas creó en los años 20 el grupo Alayenac, que organizaba excursiones, bailes, fiestas y representaciones de teatro. A Recondo le llama la atención que la mayoría de aquellas mozas permanecieran solteras y se pregunta si este hecho no se debió "a que estas esforzadas jóvenes habían adquirido demasiada desenvoltura para los muchachos del valle".
El Plazaola influyó también decisivamente en el desarrollo de la feria de Irurtzun. A partir de la segunda década del siglo se generalizó el negocio del ganado porcino y en la feria se vendían miles de gorrines a tratantes llegados de todas partes, sobre todo de la zona leonesa de Astorga.