Una cerveza en Los Arcos
CCOMO sigo conservando muy buena impresión de los pueblos que aparecen y de la villa de Los Arcos, y, además, me encanta la obra que dedicó a Navarra y La Rioja don Pedro de Madrazo, me permito el prurito de acompañarle en una etapa de su viaje realizado en birlocho el año de 1885. Aquel buen día salió de Estella y luego de visitar Irache y Villamayor se presentó en Urbiola y Luquin que celebraba la fiesta en honor de san Simón.
Pues bien, aquel erudito visitante que ya contaba una edad provecta, casi setenta años, alardeando de mayor agilidad que la que comportaba su existencia, quiso hacerlo sin poner el pie en el estribo del carruaje y, al dar un salto, enganchó el faldón de su gabán, dándose "una costalada mayúscula". Los mozos del lugar presenciaron tan monumental "batacazo", y el guiri creyó advertir en ellos "algunos gritos lisonjeros". Sin embargo, los luquineses, después del mal trago, le invitaron a "pan, vino, queso y rosquillas" poco antes de dirigirse hacia Los Arcos.
En la capital del Odrón, tuvo ocasión de maravillarse del "soberbio" claustro de la parroquia de Santa María. Acompañado del cura Simeón Ilarraza tomó una taza de buen café. Así como Pastor Abaigar y Felones Morrás, entre otros y en nuestros días, nos hablaron de las joyas arquitectónicas y otras historias arqueñas, seguimos la pista de Madrazo. Sabemos que lo primero que hizo apenas llegar fue hablar con la posadera -en el parador de la plaza del Coso- sobre su menú para la comida que le había de servir. Casualmente acababan de consumirse las mejores provisiones y sólo quedaban "huevos y unos pollitos tísicos" que vagaban por el corral.
El viajero preguntó si tenían cerveza y le respondieron que era probable pudiese disfrutar de una, porque ciertos alemanes hospedados en una casa vecina durante la última carlistada, habían dejado "un par, que nadie quería beber". Mientras el simpático vicario y el forastero se despedían, la hija de la posadera, que le había visto desde lejos, esperaba triunfante a la puerta con una botella de Bremen en la mano.
-Señor, aquí está: sólo ésta tenían. Ya me han dicho cómo la he de destapar, porque en descuidándose, se vuelve toda espuma.
No pudo atravesar bocado: la sopa, los huevos y el pollo iban rebosando "aceite rancio y crudo", y don Pedro no había podido acostumbrarse a dicho condimento, "tan del gusto de los naturales". La mocita le miraba afligida. "La taza de café del Sr. Vicario me ha quitado la gana", le dijo para no apurarla. "A ver si sabes destapar esa botella". Felisa Arizmendi, así se llamaba, la tomó resuelta entre sus blancas y temblorosas manos: "verla yo manejando el sacacorchos y sentirme todo rociado, cabeza, cara, pecho y brazos, por una especie de ducha de líquido espumoso, fue todo uno".
La solícita muchacha, no bien sacó el corcho, introdujo el dedo por el cuello de la botella para contener la salida del liquido; pero, como lo tenía menudito, no consiguió taparlo del todo, y la cerveza, escapándose con fuerza por la boca, "parecía el surtidor de una fuente deshecho en forma de canastillo". Asustada, Felisa se quedó hecha una estatua de hielo: la cerveza se fue toda en borbotones de espuma, sin que conservara "una sola gota del estomacal brebaje".
Y cuando a la puerta de la posada, de la que Madrazo salió "tan en ayunas como había entrado", tomaba su carruaje tras pagar su hostalaje, la comida de su cochero y el pienso consumido por el caballo, supo con sentimiento que aquella delicada criatura no había comido de pesadumbre por el disgusto. "Seguramente -escribe el forastero- no nació ella para las rudas campañas de la vida de posadera". Ya en camino, a don Pedro le esperaba Mués y la espléndida basílica barroca de San Gregorio. Pero, esa historia ya la hemos contado.