Último día en este lugar delicioso. Atardece. Para colmar estas horas de luz nada mejor que un café en compañía agradable, pan de casa recién hecho al fuego y aceite de oliva de la almazara del pueblo. Me he despedido del río y sus alrededores hace un rato. Se vuelca la familia hacia mí al final de esta larga estancia. Doy las gracias de continuo, del mismo modo que si acabara de llegar. ¡Qué duro se me hace partir!
Hace poco contemplaba desde una pequeña atalaya el valle y el oasis. Los colegiales volvían en bicicleta del colegio, como tantas tardes. Muchas chicas negras, cubiertas con sus pañuelos de colores, circulaban por el camino. Algunas son descaradas. A veces incluso se atreven a dirigirme la palabra. Los jóvenes siempre saludan en francés. Yo les respondo en árabe o en berebere, para romperles los esquemas.
El contorno de palmeras se difumina ahora en un cielo entre gris y violáceo, ceniciento. Oigo una escoba que roza el suelo del pasillo con suavidad rítmica. Han transcurrido cuarenta días desde que llegué. Dan mucho de sí. La noche se adueña por fin del crepúsculo y se hace ama indiscutible. Viene junto a humedades y silencios iluminados por una bóveda tachonada de brillos. Es la hora mágica, es el instante en que me inspiro. Un halo de paz me rodea hoy. Tengo la sensación de que todo encaja, de que las piezas de mi vida se ensamblan armoniosamente. Y oigo a lo lejos el murmullo del agua y del viento.
Me llevo en el corazón un sentimiento de amor y gratitud. Lo despierta la tarde y yo se lo devuelvo en el rincón apacible del patio donde se escucha el balido trémulo de los corderos, junto a la lumbre que alimenta la cacerola que contiene los ingredientes del cuscús. Allí sucede la magia. Nada que decir, porque no hace falta crear algo que no exista ya de forma natural. Me siento lleno, satisfecho. A pesar de los muchos vaivenes de las olas de mi mente, que azotan el alma como mar que no se fatiga. El silencio vence. La paz llama a la puerta envuelta en un halo de pureza sencilla. Nada me perturba mientras escucho un murmullo dulce de aguas a lo lejos.
Ahora, a menos de una semana de haber llegado a España, la melancolía y la soledad me laceran en esta tarde de lluvia pertinaz y cielo plomizo. El magnetismo acelerado de la actividad y los temores vuelven a activarse en el mundo occidental, como si todo se redujese a impulsos eléctricos. Yo lo combato con sesiones de Conocimiento, entre recuerdos de las fragancias del oasis e imágenes de tez morena.
El río se crece en Estella bajo débiles gotas de agua que se suceden como un manto. Oscurece, con negrura densa en esta jornada invernal, mientras retorna implacable el frío. La noche ya no llega entre palmeras y gorjeos, sino con la vista perdida en árboles pelados y el oído atento al curso de la corriente y al ruido tenue del tráfico.
“¿Qué harán todos, allí?”, me pregunto. “¿En qué pensáis y qué sentís en este mismo instante en que yo deseo estar con vosotros?”
Hoy, por el contrario, tarde de sol, alegre. Predomina el murmullo intenso del cauce sobre cualquier otro sonido. Estoy solo en casa. Añoranza. Disfruto de café con leche y pastas deliciosas elaboradas allí. El cielo se ha despejado y he visto nieve en alguna cumbre próxima. Es hermoso el invierno en esta pequeña ciudad. Quiero recorrer el hayedo, pisar el manto blanco entre ramas desnudas y sorprender a los pocos animales que resisten allí arriba.
De nuevo, recuerdos inevitables de aquel viento inquieto que balanceaba las palmeras como si las forzase a la danza. De cuando las aves no se inmutan y los jilgueros, tórtolas, mirlos, garzas blancas y otros seres acuáticos son mi compañía. Donde algunos me miran curiosos con muy poca desconfianza. Allí, en el otro río, emborrachado de sonidos de naturaleza, de fluir de aguas y de susurros misteriosos del aire. Tanto que es posible percibir el croar de las ranas como sonido metálico, choque de espadas y de armaduras brillantes de la Edad Media.