De la panza sale la danza
Recién he cumplido años y burla burlando como en el soneto clásico he caído en la cuenta de que comienza cierta inmadurez en sazón que no escabechada. Me considero un cronista que ha terminado por escribir decenas y más que docenas textos por un tubo. Fueron amigos juveniles y periodistas mayores quienes adivinaron/intuyeron posible veta y casi sin apenas darme cuenta me convirtieron en juntaletras o me convidaron a pasar de la literatura baja en calorías y la reflexión oral en tertulias sin trascendencia, a mi regreso americano en los primeros ochenta mientras decidía qué camino seguir para ganarme el corrusco y la ración pues tengo la costumbre de manducar todos los días.
Mientras siso tiempo de ocio y ganduleo durante mis horas de sosiego para preparar mi próximo librito (a menudo trabajo en dos proyectos diferentes alternativamente) caigo en la cuenta de que pertenezco casi a la generación de renombrados cocineros (eso de restauradores, con perdón, lo dejo para el arte pictórico?) como Arguiñaño o Subijana (mayores que yo y con apellidos toponímicos, igual que servidor, navarro el primero y alavés el segundo) o como Berasategui y Adrià (solo un poco más jóvenes). Se trata de una obra titulada “De la panza sale la danza. Alimentación, cocina y bodega en Tierra Estella”, donde aprovecho para ensartar vocabulario del paisito y notas etnográficas, apuntes enjundiosos y especias mil sobre asuntos gastronómicos.
Hace ya varios años un amigo y director de periódico, no recuerdo bien el menú, me invitó a comer en un restaurante bilbaíno de campanillas y bodega de mérito. En un momento de la conversación, entonces casi todos vivíamos un poco mejor, me confiesa: “Ángel, no sabes la cantidad de marisco (desayunos, almuerzos o cenas? gratis) he tenido que comer para llevar la barra de pan a casa”. Era un tipo honrado y vocacional de la entonces profesión “más bonita del mundo”. Sin embargo, él (ya fallecido y editor de una suculenta reedición sobre Gustavo de Maeztu, como piscolabis) nunca aceptó regalos a lo Rita Caloretes ni sopas bobas como tantos culturetas o mangüis de pueblo grande.
A mi padre, de mocete, le escuchaba palabras (cangrejos-botrino, gardacho, matanza del cuto, calbotes?) para mí raras y expresiones enigmáticas como “Los cogieron en Lerín” o “La bodega de buen vino, no necesita bandera”. Años después quise conocer ese pueblo, para mí, con connotaciones casi legendarias o de cuento misterioso. Hasta allí me llevaron. Como a partir de cierta hora el apetito me hace olvidar ciertas formas de urbanidad, deduje que era el momento de almorzar (14,45 h, pm). Vi un barecito y allí dirigí mis pasos sin importar que me siguieran los acompañantes queridos y dueños del automóvil que me había transportado.
-“¡Hola!, señora, ¿aquí dan de comer?”
La aseada y solicita mesonera, con una sonrisa acogedora y cómplice, nos advierte (mis amigos estaban más para un penúltimo trago) sobre la sencillez de eso que algunos relamidos redactores de guías turísticas (da grima leer tantos tópicos y lugares comunes) han dado en llamar “la oferta gastronómica” de diversos lugares del paisito.
-“Aquí no tenemos cosas finas, tenemos para los de casa y poco más. Hoy mi marido ha traído unas pochas de la huerta? y también hay.”
Sobra decir, sin menospreciar las que me he zampado en Valdega o la Berrueza, que fueron las mejores que he degustado en mi vida. Luego ajoarriero y unos fantásticos callos que le arrebaté a mi compañera. No tomé postre y pasé directamente al pacharán (a pesar de su bonito color me agrada más el ron o el licor de café que me vende la estellesa señora Elcano) casero. Llegó la cuenta y, la verdad, todo gloria bendita; volvería a subir la cuesta del pueblo dos o tres veces y andando.
Tan poco puedo olvidarme de las habas o calbotes que me regalan el bueno de Enrique Irisarri o el muesaja Joaquín Gastón; las orejas que me zampo en el Andia, la tortilla del Lizarra, la txistorra/chistor que me vende Arguiñano o las morcillas de Manuel en Murieta, los platos de caza en Ancín o Larrión, o los postres de la antañona Lizarra o Viana? ¡Como me voy a ir de aquí! Ni con aceite hirviendo de Arróniz. Si huele que alimenta, y como hacían nuestros abuelos, todo lo que anda, nada o vuela? a la cazuela. ¡Qué aproveche!