hola personas, ¿qué tal estáis?, yo entre bien y muy bien, según con quién me comparéis.

Hoy también he paseado de día, el lugar que quería visitar cierra sus puertas a las 18 h.

He atravesado la ciudad hasta el límite y he llegado a Barañáin, he bajado hacia Landaben, enseguida he llegado al camino de Miluce y lo he tomado, es camino que está muy virgen, muy como siempre, no lo han ensanchado, ni le han puesto aceras, ni rotondas, ni semáforos, ni lo han amabilizado ni na de na; a mi izquierda campos de labor verdeando; maleza, monte bajo aun deshojado y pequeño bosque a mi derecha; más adelante la naturaleza asilvestrada da paso a la ordenada y los sembrados flanquean el camino. 16.30 horas, sol radiante, delicioso paseo.

Pero? no todo iba a ser bucólico y pastoril, noooo, quía, a unos pasos veo algo que dispara mis alarmas: el almacén municipal de pequeñas infraestructuras, mobiliario y decoración urbanos se presenta ante mis ojos. De entrada me encuentro que ya está allí el resto de pasarela férrea del puente del Plazaola que emergió el otro día del fondo del río, y que, por supuesto, está al raso, ¿no tiene el ayuntamiento un puto almacén donde preservarla de los rigores climatológicos?, allí morirá hecha un amasijo de hierros, al tiempo. Dicen que va a ir a Trinitarios, le seguiremos la pista.

A ese cementerio van a parar todos los ornamentos que se retiran por un motivo u otro de calles y parques. Capiteles, basas, sillares con formas y ángulos que dejan adivinar su pasado protagonista en puertas y arcos, copas de piedra de considerable tamaño con frutas y guirnaldas que en su día habrían decorado la Taconera o Sarasate o cualquier rincón de la ciudad, un vaso de fuente en forma de concha igualito a los de las fuentes de Paret y un sinfín de cosas más que hoy duermen el sueño de los justos a la intemperie flejadas violentamente sobre unos palés. Lo que sí están haciendo bien es darles pátina: musgo y líquenes les sobran. Estaba yo en estas consideraciones cuando, de repente, he visto a un personaje pétreo tocado con ropas medievales y tirado en el barro de cúbito prono, bocabajo en cristiano, no he tenido que dar muchas vueltas al magín para reconocer a aquel defenestrado caballero y no era otro que el personaje que durante tantos años acompañó a San Ignacio de Loyola junto a la parihuela que lo transportaba herido en la estatua que había frente al cine Avenida y que no hace mucho fue sustituida por un ejemplar en bronce. El soldado que en la escultura de Rebolé tomaba la camilla por los pies del santo en postura genuflexa, está difunto junto al anterior difunto, un poco más allá se ven las piernas de otra de las figuras, entre ellos se amontonan en añicos lápidas y textos, de Iñigo ni rastro. Tengo dos preguntas al respecto, una: ¿no pudieron quitar el grupo escultórico sin romperlo?, y dos, para “conservarlo” así ¿no estaría mejor haciendo de pavimento en Lezkairu como el mosaico de la Plaza del Castillo? En fin, que debo ser un raro.

Sigo mi paseo y a la izquierda me saludan en formación los helicópteros amarillos de salvamento que tienen allí su base, desde ella Javier Arilla y sus compañeros desarrollan una labor de lo más encomiable.

Llego al final del camino y como premio encuentro el río, mi querido río. En ese tramo rinde pleitesía al puente de Miluce, el más alejado de los puentes de piedra de Pamplona, de él hablaremos otro día porque tiene historia. He seguido orillado a la corriente por un camino encantado preñado de árboles centenarios. Los enormes plátanos de sombra más cercanos al caudal han sufrido tanto la erosión del agua que sus raíces han quedado al aire demostrando que? es manifiesto, Sancho, que más que inocentes árboles son brazos de bizarros gigantes que apoyan sus dedos en la orilla para agacharse a beber; ponte a resguardo gañán que habré de entrar en fiera y desigual batalla para vencer a tan temibles seres contra los que ya luchó, con poca fortuna, el gran Pentapolín del Arremangado Brazo?

Bien podía haberse inspirado Cervantes en los plátanos del Arga para componer un capítulo de su joya.

Una vez acabada la zona de Miluce mis pies me llevan a un lugar al que un día vendré pero ellos no podrán traerme, un sitio al que antes o después, mal que bien, tarde o temprano, en caja o en lata, el 90% de la población acabaremos en él. Efectivamente: Berichitos.

Entro por la puerta del río y veo que el cementerio es un reflejo de la ciudad, las mismas necesidades que van surgiendo en la ciudad viva surgen en la ciudad muerta. Así el cementerio tiene su Casco Viejo, sus I, II, y III ensanches y ahora una zona de barrios, que es por la que entro, más amplia, más ordenada , con espacios más abiertos entre “vecinos”, pero muy alejada en tiempo, espacio y estilo del casco viejo necropolitano.

El cementerio se construyó en 1806 acatando la real orden de Carlos IV -ese del que se decía, se comentaba, se oía por ahí, que su señora tenía 14 hijos y él ninguno-, que prohibía seguir enterrando en las iglesias. El continente estaba pero allí no llegaba contenido, la gente seguía prefiriendo tener a sus muertos en las fuesas de sus parroquias que en un campo frío y alejado. Así fue hasta el 17 de diciembre de 1808, frío día en el que Marta Lecoge, Fernando Lagrave y Pedro de Juantorena tuvieron el dudoso honor de estrenar la Ciudad del Silencio.

En principio era un polígono con 8 manzanas destinadas una a cada una de las cuatro parroquias, otras dos a los hospitales civil y militar, otra al clero y otra a las autoridades. En 1861 se realizó la primera ampliación, a ésta le siguieron muchas más en 1898, 1931, 1941, 1969? Con la nueva y sana costumbre de “darnos d’arder”, me temo que la Huerta de Larequi no necesitará más ampliaciones.

El paseo por entre sus calles es una delicia. Se respira una paz difícil de encontrar en la ciudad viva, los cipreses acompañan y señalan con su flecha hacia donde flota el recuerdo de aquellos que causaron baja.

Es un paseo socialmente instructivo por demás, los apellidos que rezan sus tumbas suenan a Pamplona, son Pamplona, muchos de ellos pertenecen a ilustres personajes como el doctor Nicasio de Landa, el arquitecto Eusa, en un bonito panteón netamente de arquitecto o el gran violinista Sarasate, con su fastuoso mausoleo de mármol blanco.

Un paseo por las calles de los Santos está lleno de estilos, materiales, gustos, epitafios, silencios, palabras de amor y de dolor.

Dos panteones muy cercanos entre ellos y fechados ambos a mediados del XIX, lucen en su cabecera sendas pirámides de muy poca altura que en su perímetro tienen escrita una sentencia.

En una de ellas pone: El filo de la muerte no se embota, la columna más alta cae rota.

En la otra dice: El tiempo, triste verdad, se pierde en la eternidad.

Habrá que darles la razón aunque sea a regañadientes.

He salido por la puerta principal en la que te recibe un “Pensador” de Ramón Arcaya y he subido a San Juan por la cuesta donde tenían el taller los Zoro, he tomado el número 8 y en un pis pas estaba en la plaza del Príncipe de Viana. De nuevo en el ruido. Hasta la semana que viene. Besos pa’ tos.

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