URNIZA - No corrían tiempos muy boyantes para sacar adelante a los siete hijos de la familia Beaumont de Urniza hasta que los hermanos Jesús e Ignacio comenzaron en el contrabando. “Andábamos muy mal para sacar dinero y un primo nuestro nos animó. Ahí empezamos a respirar un poco. Con el dinero que sacamos en el contrabando, pudimos pagar las deudas de 3 o 4 meses en Casa del Cerero (tienda de Erro) y también nos daba para tomar algún chocolate”, afirman. Y es que, desde su primer viaje con apenas 16 años, ya ganaban unas 600 pesetas por paquete, 800 incluso en el tramo más peligroso desde Urepel.

Como muchos otros, de día tocaba trabajar en la hierba y por la noche, cargar los pesados fardos por empinadas cuestas, no sin antes haber intentado sortear a los guardias que jugaban al mus en la casa de al lado alegando que se iban a la cama. Porque el arte de despistar y ser precavido era algo casi innato en cualquier contrabandista. Usar el balido de las ovejas como lenguaje para comunicarse a la hora de entregar los paquetes, contar con las mujeres para despistar a los guardias o colgar sábanas blancas a modo de aviso, pintar de negro caballos blancos para ocultarlos en la noche o poner las herraduras a las caballerías al revés para simular una dirección contraria, era algo habitual. “Alguno ya me dijo después: ¡mecagüen diez, lo qué nos engañabais!”, dice Ignacio.

Sin embargo, afirman que no pasaban miedo porque lo más que hacían los guardias era quitarles el paquete, con la consiguiente pérdida de dinero que suponía. Y eso que a Jesús una vez le dispararon en el abdomen. “Me pegaron dos tiros en Sorogain. Estuvimos echando un bocado, cuando nos salieron detrás de unas peñas, yo corrí y me tiraron por detrás. Perdimos los paquetes, claro”, relata. - P.C.