Tras dos años de inactividad, Otsagabia volvió a celebrar la decimosexta edición de Orhipean. La localidad pirenaica se engalanó para recrear la vida de sus antepasados hace 100 años. Las lavanderas, las hilanderas, el matatxerri, los cordeles, entre otros; fueron los encargados de trasladar a Otsagabia a principios de siglo XX.

María Luisa Sancet, vecina de Otsagabia posa junto a una foto de su infancia. Javier Bergasa

Las calles de la villa pirenaica fueron invadidas por los esquiladores que, después de esquilar a las ovejas, golpeaban la lana con un palo para ahuecarla; por la juventud de la época, que repartía el periódico de 1900; por las costureras, que bordaban las mejores telas para la gran ocasión y por los curas que no dudaron en salir al balcón a rezar el ángelus.

La tecnología del siglo XXI retrata a las costureras del siglo XX.

La iglesia de San Juan Evangelista cobijó a varias unaias –vaquera que viste con dos sayas o faldas negras, pligadas, largas hasta los tobillos, atados a uno de los costados y colocados por encima del jubón o chaqueta corta– y a varios regidores –miembros del ayuntamiento que visten con la misma indumentaria que un hombre casado– que pese a las altas temperaturas no perdieron la compostura en ningún momento.

Las mujeres que se ocupaban de escaldar y preparar las vainas también estuvieron trabajando desde la primera hora de la mañana. Ni el humo que desprendía el fuego ni la presencia del cura desde el balcón fueron un inpedimento para que a Laura Sancet, Ana Landa, Emma Gembero y Ainhoa Gallarre dejaran de realizar sus labores con una sonrisa. “Estamos emocionadas porque es la primera vez que ejercemos esta función. Es ilusionante ver como los puestos están siendo relevados, señal de que la gente de Otsagabia está concienciada en conservar las tradiciones del pueblo”, explicó Emma Gembero.

La borda acoge a la familia de Chus Villanueva y Mari Jose Eseverri.

María Luisa Sancet, que desempeñó esta función desde 2004 hasta 2019, vio con buenos ojos que el puesto fuera remplazado por las jóvenes de la localidad. De esta forma, “podemos pasear como jubiladas y apreciar oficios que antes no veíamos. Estoy segura de que lo harán muy bien. Hoy a la mañana les hemos dado unas útlimas explicaciones y ahora les toca disfrutar”, afirmó Sancet.

El relevo generacional no fue el único cambio que sufrió la decimosexta edición de Orhipean. Como en todos los aspectos de la sociedad, la pandemia ha dejado huella en los habitantes de Otsagabia. A diferencia de los años anteriores, los profesionales desempeñaron sus quehaceres por la mañana, dejando su espacio a las angélicas y a la trilla. “Los dos actos que más gente agrupan se realizarán por la tarde”, subrayó la hija de Rupérez Rubio.

El recorrido que pateaban los visitantes también era más corto de lo normal ya que faltaba una de las tiendas “que más encanto generaba. Hay un edificio que está a punto de derrumbarse por lo que hemos decidido no reintrepretar la tienda por la seguridad de todos”, aclaró.

El colegio, uno de los puntos más demandados por los visitantes, tampoco lo instalaron en el sitio habitual. Hasta esta edición los niños impartían la clase en un edificio, que se encontraba en la parte inferior del pueblo. Este año, en cambio, la Casa Koleto acogió a las aulas vacías. “La pandemia ha llevado a muchísima gente que estaba muy implicada en este proyecto, sin embargo, estos dos años de parón han servido para que la gente joven haya entrado con ganas”, reconoció Mari Jose Eseverri.

Para lo que siempre hay voluntarios es para comer migas. Año tras años, centenares de personas prueban el emblemático plato de Otsagabia. Da igual la nacionalidad, que todos opinan lo mismo. “Nunca las había probado y me han flipado”, comentó Matías Romero, natural de Argentina. Su amigo catalán, Adriá, no tardó en sumarse a la idea. “Aunque no nos pille muy cerca, volveremos a Otsagabia. ¡Es un pueblo con encanto!”, concluyó.