Hay fechas negras que nunca se olvidan. El 18, 19 y 20 de junio de 2022, Navarra se enfrentó a una devastadora ola de incendios que puso en jaque a Berriozar, Puente La Reina, Muruzábal, Obanos, Uterga, Arróniz, Tafalla, Ujué, San Martín de Unx...

Si se permite el símil, la Comunidad Foral se había convertido en una tribu india repleta de columnas de humo. El fuego –debido a las fuertes rachas de viento, las altas temperaturas y la pertinaz sequía– se expandió como la pólvora y calcinó 15.000 hectáreas, unos 20.000 campos de fútbol.

A mí me tocó cubrir el incendio de Valtierra y Arguedas y aún tengo grabadas en la retina las impactantes imágenes que las llamas dejaron a su paso: vecinos en los cementerios adecentando las sepulturas de sus seres queridos con escobas, fregonas y cubos de agua.

Burros, vacas y caballos deambulando a las afueras de las granjas quemadas que hubieran fallecido por deshidratación si la Unidad Militar de Emergencias no hubiera llenado de agua unas bañeras con autobombas. Trabajadores que contemplaban resignados cómo el infierno había arrasado fábricas del polígono de los Abetos. Desolación, impotencia, ganas de llorar. 

La catástrofe comenzó el sábado a las 14.00 horas. El fuego se originó en la Corraliza de los Aguilares –Bardenas Reales– y las fuertes rachas de viento provocaron que el incendio avanzara a la velocidad del rayo y las llamas se presentaran, en un abrir y cerrar de ojos, en Sendaviva, Valtierra y Arguedas.

“En cinco minutos, empezaron a llover cenizas y entraban chispas por debajo de la puerta”, recordaba el domingo a la mañana José Luis Samanes. “Caían bolas de fuego del monte”, relataba Saida Hualde. La amenaza era real. 

Había que ponerse a resguardo y, a la vez, salvar las casas. Difícil disyuntiva. Los bomberos acudieron al rescate, los agricultores realizaron cortafuegos con los tractores y vecinos –equipados con cubos y mangueras– refrescaron las fachadas en una noche toledana.

“He salvado mi casa”, se enorgullecía Jesús Lúcar, que estuvo hasta las seis y media de la madrugada echando agua. Las llamas se quedaron a escasos seis metros de su vivienda. 

Al alba, el incendio quedó controlado. Con la primera luz del día, los vecinos vieron el desastre. El fuego no había respetado ni a los seres queridos que descansan en el cementerio, calcinado y con lápidas repletas de cenizas.

Vecinos, desolados, adecentaron las sepulturas de sus familiares con escobas, fregonas y cubos de agua. “La lápida de mis padres está negra y se ha rajado. Es un infierno”, confesaba Araceli Galarreta entre lágrimas.

A una decena de metros, el suelo del polígono ganadero de Valtierra aún echaba humo. Las llamas habían quemado las granjas y los burros, vacas y caballos deambulaban al borde de la deshidratación.

Entre tantas malas noticias, también había un espacio reservado para los milagros. Los ganaderos, desesperados, localizaron a una brigada de la UME que realizaba labores de vigilancia por la zona. Con una autobomba, los militares llenaron de agua unas bañeras. Los animales bebieron como si no hubiera un mañana. 

Y qué decir de Sendavida. La NA-8712 –la carretera que conecta Valtierra con el parque de naturaleza– presentaba un panorama tétrico: guardaraíles doblados por el fuego, señales calcinadas y matorral bajo arrasado por las llamas. El incendio quemó la parte superior de Sendaviva y obligó a trasladar los 400 animales a la plaza de toros de Tudela. Cuatro muntjacs, seis monos titis, un mono saimirí y una chinchilla fallecieron por estrés. 

Habrá más fechas negras. Es inevitable. Más aún con el esperanzador futuro que depara el cambio climático. Ojalá que sean pocas y que en los siguientes 30 años de DIARIO DE NOTICIAS narremos cómo la sociedad revertió la crisis ambiental.