Con un bombín, una lágrima dibujada y una nariz de payaso, Patxiku Quintana vuelve a ser niño. De mayo a octubre –meses en los que le toca el duro oficio de ser adulto– trabaja como instructor de vuelo en una escuela de parapente, ala delta y paramotor. El resto del tiempo, se coloca su máscara y viaja por África para entregarse por completo a la risa de los niños. “Me gusta decir que con la nariz vuelvo a la infancia a pesar de que me voy haciendo mayor. Es como una máquina del tiempo de quita y pon”, asegura Patxiku.
Cuando se coloca su esfera roja de los sueños, el payaso afronta un nuevo viaje: “Le estoy muy agradecido a esta mascarita porque no sé que va a pasar hasta que no me la pongo. Ahí es cuando entro en el trance de niño y juego”, revela.
Todo comenzó hace cinco años, cuando fue a ver el festival Payasas en el Teatro Gayarre justo unas semanas antes de poner rumbo a Kenia, donde visitaría un orfanato. Quedó fascinado por lo que vio. De casualidad, le pidió a un amigo suyo que le dejara 20 narices de payaso para transportarlas al país africano. “Se convirtió en mi excusa perfecta para empezar a jugar”, relata. Así que, bajo su nueva personalidad de payaso, entraba en las aulas de los niños y niñas cuando las profesoras no estaban en clase y “la liábamos. Nos subíamos encima de los pupitres, brincábamos... Y, cuando llegaba la maestra, yo me hacía el loco y me iba silbando como si no fuera conmigo la copla”, recuerda entre risas. Al principio, los críos le tenían miedo y le llamaban muzungu, que significa hombre blanco. “Aunque no lo parezca, a mí me parecía muy tierno porque ellos me señalaban asustados y yo miraba hacia atrás y hacía como que me estaban persiguiendo. Y ellos se reían. Me estaba ganando su confianza. Luego, iban detrás de mí, se me abalanzaban y me pedían que jugara con ellos. Por eso digo que esta nariz me ha regalado muchas cosas”, se emociona.
Desde el momento en el que Patxiku, el payaso, conectó con los críos, no volvió a quitarse su indumentaria típica. Incluso, cuando tenía que realizar labores de electricidad, limpieza o arreglos de espacios. En concreto, había una bomba de agua que estuvo tratando de reparar, pero no lo consiguió a pesar de sus muchos intentos. “Fue entonces cuando pensé que podría ayudar haciendo espectáculos y sacando dinero para reparar esa bomba. Y, sobre todo, para divulgar e informar a la gente de lo importante que es el agua para la población africana. Lo único que quiero es que prosperen en la vida”, reconoce Patxiku.
Dicho y hecho. En los cinco años siguientes, se estuvo formando como payaso y, los meses en los que no trabajaba, visitó Mauritania y un ambulatorio en Etiopía –donde realizó labores de mantenimiento por la mañana y, por la tarde, estaba con los niños y niñas. Y, mientras tanto, en el centro sanitario las sonrisas quedaban aseguradas–. Después, emprendió un viaje a Mozambique. Estuvo dos meses en un orfanato con 150 niños. “Arreglaba camas, ventanas, hacía talleres de payaso y les ayudaba con las tareas”, cuenta. Se podría decir que, durante ese tiempo, tuvo a 29 niños a su cargo, con los que jugaba desde las 5.00 hasta que anochecía, y a los que abrazaba y arropaba a la hora de dormir. “Lo peor son las despedidas, cuando toca volver a tu vida real con la ausencia de esos pequeños a los que has querido tanto”, confiesa.
Risa y libertad
Su última aventura llegó cuando le invitaron a los campamentos de refugiados del Sahara; en concreto, a Auserd: “Hacía espectáculos con escobas y sillas en seis escuelas distintas en un transcurso de tres días. El resto del tiempo lo dedicamos a realizar una instalación eléctrica en una guardería”, señala. A pesar de que fuera “una paliza”, debido a la intensidad del trabajo y del espectáculo, “me emociona porque te entregas al máximo. Sé a dónde tengo que llegar, aunque los caminos sean improvisados. Yo solo quiero viajar a través de sus emociones. No solo hay risas, también hay momentos más tristes, pero es hermoso”, sostiene. A veces cuesta entenderse, pero el idioma de la sonrisa es internacional.
Esto es algo que, según él, se observa de forma cristalina en la población saharaui: “Ellos buscan la libertad, que es la ilusión de la esperanza. Y los niños la tienen. La libertad del Sahara está en los niños”. Por eso, aboga por un mundo en el que los adultos, que no tienen el permiso de reírse, puedan volver a ser pequeños. “Un payaso siente y actúa desde el corazón. Todos deberíamos ser un poco más payasos”, concluye mientras le cae una lágrima, como esa que se pinta antes de empezar sus shows.