Hay historias que se cuentan. Otras se escriben. Y algunas, como la de Tafalla, se han impreso —literalmente— con tinta sobre papel durante casi un siglo. Desde 1925, la Imprenta Goldaracena ha dejado huella en documentos, boletines, programas de fiestas, carteles, facturas y recuerdos de todo tipo. No es exagerado decir que buena parte de la vida cotidiana del municipio navarro se ha plasmado en sus máquinas, con el ruido característico del taller de fondo, el olor a tinta fresca y el esmero de varias generaciones que han hecho de la impresión un arte, un oficio y un acto de comunidad.

Este 2025, la Imprenta Goldaracena cumple cien años. Un siglo en el que ha sobrevivido a guerras, cambios tecnológicos, crisis económicas y transformaciones sociales. Pero, sobre todo, ha resistido gracias al trabajo de una familia que ha sabido adaptarse a los nuevos tiempos sin perder sus raíces. Hoy, Eduardo y Marifé Goldaracena, junto a Silvia Partida (mujer de su tío Toñín), son la tercera generación al frente del negocio, y mantienen vivo ese legado desde el mismo lugar donde todo comenzó, el número 7 de la Avenida Sangüesa.

Un oficio artesano

La historia comienza con Antonio Goldaracena, abuelo de Eduardo y Marifé. Poco se sabe del porqué eligió ser impresor, lo único que recuerdan sus nietos es que “se trasladó a Madrid para formarse como cajista, y al volver a Tafalla decidió abrir su propio taller”. Era un tiempo en el que la imprenta era un oficio artesanal, casi artístico. Con una minerva y tipos móviles, letra a letra, componían a mano cada palabra, cada cartel, cada formulario. Los textos se montaban al revés, como un cuño, y se imprimían con paciencia, técnica y precisión. Sin apenas recursos, compraban tipografías a crédito, intercambiaban trabajos por sacos de harina, y se manejaban con apenas cuatro estilos de letra para resolver todo lo que se les encargaba.

Antonio trabajaba sin descanso, pero fue su mujer, Pilar, quien sostenía las cuentas. “Era una mujer adelantada a su tiempo”, recuerda Marifé. “Mi abuelo trabajaba mucho, pero era ella la que organizaba todo, la que hacía malabares para que los números salieran”. Su carácter y su inteligencia fueron clave para consolidar el negocio y, con el tiempo, adquirir los locales donde todavía hoy continúa funcionando la imprenta.

foto antigua Imprenta goldaracena Cedida.

Tras Antonio, se sumaron al negocio sus hijos, Toñín y Félix. El primero estuvo vinculado a la parte técnica durante décadas, mientras que Félix, padre de Eduardo y Marifé, fue quien llevó el timón en la siguiente etapa. “Nuestro padre iba a buscar trabajo en bicicleta, y en los pueblos, al verlo tan flaco y alto, se lo subían a los negocios a desayunar o a comer”, cuenta Eduardo. De aquellos años nacieron amistades y fidelidades que todavía perduran. Muchos de los clientes actuales tienen raíces en aquellas relaciones de confianza que tejieron sus padres.

Marifé comenzó a trabajar en la imprenta con solo 15 años, sin una vocación clara, pero con una implicación total. “Es algo que te va calando. Lo has mamado desde pequeño”, dice. Se centró en el trato con el cliente, la tienda, la gestión y el material de oficina. Aprendió con su padre, que fue saliendo del taller para ocuparse también de la atención directa al público. Desde entonces, Marifé ha sido el rostro visible de la tienda, el primer contacto con el cliente.

Eduardo, en cambio, lo tuvo claro desde niño. Siempre dijo que quería ser “carpintero o impresor”. Finalmente estudió en Salesianos y se sintió cómodo desde el primer día entre máquinas y tintas. “Mientras mis amigos se iban a jugar, yo me quedaba aquí imprimiendo programas de fiestas”, recuerda. Con el tiempo, tomó el relevo técnico y creativo en el taller.

El salto a la modernidad

Arturo, el hijo mayor de Félix, fue quien lideró la transición tecnológica más importante. A mediados de los años 80 propuso incorporar la impresión offset, un sistema mucho más eficiente que la tipografía clásica. Convenció a su padre, compraron su primera GTO y montaron el primer laboratorio en el sótano. Supuso un cambio profundo en la forma de trabajar. Se pasó del montaje letra a letra al diseño en ordenador y a la impresión con planchas. Primero se utilizaban fotolitos, luego las planchas se generaban directamente desde el ordenador.

El primer ordenador era rudimentario, con pantalla oscura y solo letras. “Se iba casi a ciegas”, recuerda Eduardo. Pero fue el comienzo de una transformación que no se ha detenido desde entonces. Hoy en día, el offset sigue vigente para grandes tiradas, mientras que para trabajos pequeños se utiliza impresión digital. La llegada de internet, los programas de diseño y plataformas como Canva han cambiado también la relación con los clientes. “Antes diseñábamos todo. Ahora la gente viene con sus propios diseños”, dice Eduardo. Aunque esto les ahorra trabajo, también ha hecho bajar los niveles de exigencia. “Cada uno está contento con lo que ha hecho, aunque no siempre esté bien diseñado”, explica.

Con la digitalización, el mundo del papel ha cambiado radicalmente. Aquellas empresas que encargaban facturas, sobres, membretes y albaranes han dejado de hacerlo. “Eso era el 70% del trabajo”, señala Marifé. Hoy la mayoría manda las facturas por correo electrónico y apenas imprime nada. “Ahora solo las grandes empresas siguen pidiendo papel”. Incluso los bares han cambiado sus comandas por dispositivos digitales.

Antonio Goldaracena en los inicios de la Imprenta.

Antonio Goldaracena en los inicios de la Imprenta. Cedida.

Sin embargo, la Imprenta Goldaracena no ha dejado de adaptarse. Hoy realizan trabajos de impresión digital en gran formato, como lonas, carteles, paneles y campañas para instituciones como el Gobierno de Navarra. También han encontrado un nuevo nicho: los boletos de tómbola. “Desde hace tres años mandamos cajas a toda España”, cuentan. La pandemia les obligó a reinventarse. Eduardo, durante el confinamiento, aprovechó para diseñar la página web (imprentagoldaracena.com), posicionarla en buscadores y abrirse a nuevos mercados.

La clave ha sido no cerrarse a nada. “Lo que no sale de un lado, sale del otro”, dice. Hoy son solo cuatro personas en plantilla —llegaron a ser nueve—, pero siguen sacando adelante el trabajo con profesionalidad y flexibilidad. Tiradas grandes de albaranes, tiradas cortas de carteles, todo suma.

Mirando al futuro, sin olvidar el pasado

El papel, pese a todo, sigue teniendo su lugar. “La gente está cansada de lo digital. Le llegan tantos estímulos que no hacen caso a nada”, reflexiona Eduardo. Por eso cree que lo físico, lo tangible, puede volver a marcar la diferencia. “Si mandas algo en papel hoy en día, igual es lo que más llega. Porque ya nadie lo hace”.

Los supermercados, pone como ejemplo, siguen llenando los buzones de publicidad. “Lo tienen estudiadísimo. Saben que, si lo mandan por email, nadie lo ve”. Por eso aboga por el equilibrio: complementar el papel con lo digital, llegar a todos los públicos, no olvidar a quienes no manejan bien las tecnologías. Y aunque no sabe si sus hijos seguirán con la imprenta, Eduardo no cierra la puerta a una cuarta generación. “A mi hijo Unai le encanta andar con pegatinas y cosas así. Tiene ese aire”. Pero también reconoce que "el papel dentro de 20 años es una incógnita".

Eduardo, Marifé, Silvia y Toñín. Saioa Martínez

Más allá de la tecnología y los cambios en el oficio, hay algo que los Goldaracena tienen claro: la importancia del vínculo con el cliente. “Aquí la gente viene con confianza. Te pone cara. Eso se valora”, dice Marifé. Habla con orgullo del comercio local, de lo que significa crear ambiente en un pueblo. “Al final, tú das de comer al vecino, y el vecino te da de comer a ti. Eso genera vida”. Recuerda cómo antes se tejían relaciones estrechas, cómo el trato humano marcaba la diferencia. En las grandes superficies, dice, uno entra y sale sin hablar con nadie. En la imprenta, en cambio, el trato es cercano, personal. “Los malos entendidos, si los hay, se solucionan de cara. Y eso no tiene precio”.

Cien años después de que Antonio Goldaracena comenzara a montar tipos móviles letra por letra, sus nietos sigue imprimiendo boletos, carteles y lonas en el mismo lugar, con otras máquinas, otros sistemas y nuevos clientes. La imprenta ha cambiado, sí, pero su esencia permanece: el amor por el oficio, el cuidado por el detalle y el compromiso con el entorno.

La historia de la Imprenta Goldaracena no es solo la de una familia. Es la de un pueblo, una forma de trabajar, una manera de estar en el mundo. Y, sobre todo, es la demostración de que, con pasión, humildad y capacidad de adaptación, incluso los oficios más antiguos pueden seguir escribiendo su futuro.