Seguro que al lector el nombre de Antonio Arrondo no le dice nada, a no ser que sea de Villafranca (Navarra), lugar donde nació el día 10 de junio de 1927 y que murió el pasado 21 agosto con 95 años. Si es de Villafranca sabrá que Antonio es hijo de uno de los asesinados republicanos el 8 de diciembre de 1936 en Fustiñana.

En su pueblo, ha sido, sin lugar a dudas, una de las memorias de la II República, mejor documentada, más querida y respetada. Y, habría que añadir, más temida por quienes no se portaron en 1936 como “les decía el evangelio que se portaran”.

Su padre Carmelo Arrondo Irisarri fue vicepresidente de la Agrupación Socialista de Villafranca siendo su presidenta Julia Álvarez Resano. Fue secretario de la Unión de Remolacheros de Villafranca, defendiendo a capa y espada a los campesinos de este sector.

Cuando los golpistas militares dieron el golpe de Estado en 1936, Antonio tenía nueve años y lo menos que podía esperar era que en diciembre de ese año a su padre, casado con Carmen Arrondo Ugalde, los carlistas y los falangistas del pueblo lo asesinaran.

Durante varios días lo encerraron en la cárcel del pueblo, a donde le llevaba la comida a su padre con su tía Clarencia, porque su madre no podía mantenerse en pie del “dolor que tenía en el cuerpo”. Un día, el carcelero, al verlo llegar con la comida, le dijo que “ya no hacía falta”. Preguntó a dónde habían llevado a su padre, pero no le contestaron. Y de su muerte tardó en saberla unos cuantos años, toda vez que la autoridad del pueblo se limitó a decir que “había desaparecido durante el Glorioso Movimiento Nacional”.

Cuando los tiempos políticos de la Nación lo permitieron, Antonio se dedicó a buscar los restos de su padre y del resto de los cuerpos de republicanos asesinados de Villafranca. Los de su padre fueron hallados en Fustiñana, junto con otros republicanos del pueblo.

En efecto. Antonio fue uno de los huérfanos que, como tantos otros en Navarra, tuvieron que afrontar la ausencia de un ser querido por culpa de la masacre que impusieron los carlistas y falangistas. No solo lo perdió en esa fecha aciaga del 8 de diciembre de 1936, sino que, para mayor desgracia, tuvieron que transcurrir nada más y nada menos que cuarenta años para, tras una larga y tortuosa búsqueda, encontrar sus huesos y darle una digna sepultura como correspondía a un ser humano. Pues, gracias a la tenaz burocracia militar y municipal, Carmelo Arrondo Irisarri tuvo la consideración de “desaparecido”, una palabra que durante años atormentó la memoria de Antonio.

Han sido muchas las horas conversando con Antonio, inagotable filón de datos referidos al tiempo republicano y de la guerra. De esas horas, guardo momentos muy emocionantes. Me dijo que uno de los días más duros por los que atravesó en su vida fue cuando su madre, asesorada por un notario, le dijo que “si quería que su hijo se librarse de ir a la mili tenía que testificar que era hijo de viuda”. Se echaba las manos a la cabeza y se repetía incrédulo: “Mi madre tenía que hacer una declaración jurada sosteniendo que su marido estaba muerto y no desaparecido, para lo que necesitaba dos testigos que confirmaran haber visto su cadáver”. Añadió que para superar aquella situación tuvo que “tragar sapos y culebras Durante un tiempo soñé con eso”.

Finalmente, se impuso el pragmatismo. Antes que “servir al ejército de Franco y su Glorioso Ejército Nacional, era preferible pasar por aquella criminal mentira que la burocracia franquista impuso a los hijos de padres republicanos asesinados impunemente”. Y así sucedió. Dos testigos firmaron dicho expediente ante el juez de Villafranca, declarando que su padre dejaba de ser un desaparecido para convertirse en un “muerto a causa del Glorioso Movimiento Nacional”. No debería contarlo, pero Antonio se echó a llorar. No sería la primera vez.

Antonio nunca olvidó la “vergüenza” de aquel expediente, y no soportaba la imagen terrorífica de que su padre estuviera “enterrado someramente” -recuerdo bien esta expresión-, en un ribazo y, peor aún, se lo hubiesen comido las alimañas.

En 1979, fue elegido concejal del Ayuntamiento de Villafranca en una candidatura de izquierdas. Y ahí comenzó su compromiso voluntario en la tarea de buscar los restos de los republicanos asesinados de Villafranca. No estuvo solo, desde luego. Le acompañaron varios hijos de asesinados como Agustín Arana, los hermanos Alcaide, Arcadio, Emiliano y Justino, Pedro Mari Gorría, con quienes recorrerían en coches particulares esta “geografía del crimen, en busca de los restos de sus seres queridos. Nunca obtuvieron ayuda de ningún organismo oficial.

Por fin, la búsqueda encontró su fin. Cuando descubrieron los restos de los asesinados en Fustiñana, me contó que la emoción que vivió fue intensa. Sus palabras fueron: “El espectáculo fue sobrecogedor y lloré por dentro y por fuera”. Luego, respiró hondo y tranquilo.

Y así ha muerto Antonio. Viviendo sus última horas con una tranquilidad que hasta le ha dado tiempo para decir ante quienes se encontraban delante de su gigante humanidad las siguientes palabras: “Mandatarios del mundo, uníos para hacer este mundo mejor, complacedme en mi última voluntad. Señor Putin, te crees todopoderoso y no vales una mierda, ni una mierda. Las leyes de la naturaleza mandan y a mi me ha llegado la hora. Adiós. Villafranqueses, os quiero a todos. Perdonadme si en algo os he ofendido. No ha sido mi intención. No hay que temer miedo a la muerte”.

A lo que se te podía replicar, amigo Antonio: “Nada tenemos que perdonarte. Nunca hiciste daño a nadie. Al contrario, siempre tendiste tu mano a quien la necesitase, no mirando jamás si esta mano tendida era la izquierda o la derecha. Otros tendrían que pedirte perdón, pero, ya ves, ni siquiera han aprovechado tu descanso final para hacerlo. Ellos se lo han perdido. Por nuestra parte, siempre te recordaremos. Porque hacerlo no es que nos haga ser mejores personas, pero, si no lo somos, quizás, al recordarte nos avergoncemos de no serlo.. Fue una inmensa felicidad haberte conocido. Hasta siempre, amigo”.