El ‘síndrome de la zanahoria’Francisco Gavilán
Como los perros de Paulov, sus conductas están condicionadas por la promesa de alcanzar la metafórica planta herbácea como recompensa, una forma de explotar el lado más primitivo del ser humano: sus emociones. ¿Quién no ha soñado alguna vez con llegar a ser presidente, director general o cuando menos, jefecillo de su empresa? Porque no todos tienen el valor de librarse de su principal opositor invitándole a café con cianuro para merecer el recuerdo de la posteridad. Para el ciudadano mediocre, el ascenso en su empresa se perfila como la única alternativa de dejar huella en la historia. Tan atractivo resulta el poder que mucha gente hace por conseguirlo cosas que no haría ¡por ninguna otra razón!
Pero escalar, para estos modestos alpinistas de ascensor, significa, además, la posibilidad de satisfacer una serie de necesidades materiales, y sobre todo psicológicas. Si exceptuamos la de supervivencia, subir peldaños en la pirámide jerarquizada de cualquier organización empresarial sirve, en la mayoría de los casos, para enmascarar incompetencias, reafirmar personalidades inseguras, compensar complejos, rellenar carencias, perseguir reconocimiento social, buscar la propia identidad y, entre otras muchas terapias, poner tiritas al amor propia herido cuando la esposa les espeta: “¡Nunca serás nadie!” o “no te haces valer”.
Ascender, único objetivo
¿Cómo reconocer los síntomas de esta enfermedad? La primera señal se empieza a manifestar ya en la niñez, cuando se sigue obstinadamente la hiperexigencia escolar de ser el primero de clase, y alcanza su cima de adulto, siendo el último en abandonar la oficina. Porque estos trepas profesionales han sido descritos como “personas que trabajan en una empresa que no es suya como si fuese suya para que nunca sea suya”.
Cuando la ola de ascensos se avecina, se sienten piezas insustituibles de una máquina. Se resisten incluso a ir de vacaciones, tiranizando a su familia –la familia es un estorbo para sus planes–. Si se van, a los cuatro días están deseando volver. Si tienen la desgracia de fracturarse una pierna, siguen acudiendo a la oficina capitalizando la escayola como si de la medalla al mérito del trabajo se tratara. Y si asisten al entierro de un jefe, nunca lo hacen por motivos afectivos, sino para asegurarse de que aquel queda, efectivamente, bajo tierra y que, en consecuencia, correrá el escalafón.
Guía para incompetentes
Si tú no has alcanzado tu nivel de incompetencia, eres víctima del síndrome de la zanahoria y deseas sacar mejor provecho de tu falta de ética, te presentamos a continuación un estratégico programa de actitudes y actividades que te ayudarán a conseguir tus objetivos:
* Dispón de un buen surtido de trajes. No para asistir a reuniones profesionales, sino porque necesitarás arrastrarte mucho.
* Provéete de un portafolio y llévalo y tráelo diariamente de tu casa a la oficina, y viceversa.No solo fortalecerás tus bíceps, sino también tu imagen.
* Acude siempre a trabajar en horas extralaborables, aunque no sea necesario (es, además, el mejor pretexto para no estar en casa).
* Siembra tu mesa de despacho de vestigios de tu presencia: informes esparcidos estratégicamente, las gafas, el móvil, las llaves del coche, y sobre el respaldo de la silla tu chaqueta. El efecto es fulminante: “¡Ha venido! ¡Tiene su chaqueta ahí!”, pensarán.
* Conviértete para el jefe en un azafato para todo. Puedes adquirir una admirable destreza sirviéndole el café a su gusto, reservándole localidades para el cine o revelándole, no solo confidencias, sino los selfies con gente que él conoce.
* No enojes a tu jefe adquiriendo un coche más caro que el de él. Respeta la jerarquía hasta en la cilindrada.
* No contradigas una afirmación del jefe, aunque estés seguro de que es equivocada.
* Imita a tu jefe. Conviértete en un auténtico clónico. Bebe si él bebe. Habla de automóviles en la oficina por la mañana, y de trabajo en el bar, por las tardes. Al cabo de muy poco tiempo, por una inexplicable metamorfosis, tu semejanza física con él será realmente asombrosa.
* Procura que los de arriba se enteren de que, a causa de tu trabajo, corres el riesgo de contraer alguna enfermedad (el estrés es prestigiante), pero da a entender que tus desvelos por la empresa están por encima de la salud.
Todo empleado aspira siempre a mejorar, no solo económicamente, sino también de posición. Es decir, a multiplicar el número de subordinados a los que poder ordenar y echar la culpa. El dinero es solo una de las fuerzas que impulsan a ascender. Puede ser el primer elemento motivador, pero no el único.
Después de que se consigue llegar a los finales de mes sin dejar la cuenta del banco al descubierto, se pasa a desear más influencia para mantener el entusiasmo. Para muchos, el afán de poder es lo que sigue realmente empujándoles hacia la cumbre. La ley de Lacopi lo enuncia así de claro: “Después de la comida y el sexo, la tendencia más acusada del hombre es decir a su compañero cómo deber hacer su trabajo”.
Las motivaciones que mueven a la gente a pelear por posiciones de parrilla del circuito empresarial son de dos tipos: internas y externas. El hombre evoluciona mejor cuando su motivación viene de dentro. El deseo de “expresarse a sí mismo a través del trabajo” y el de “ejercer una actividad estimulante para el desarrollo de su personalidad” son factores consustanciales al ser humano. Pero, por lo general, los condicionamientos culturales de nuestra sociedad han conseguido cambiar el placer auténtico de ser uno mismo por la tentación de vivir un falso yo pendiente del aplauso, del premio y de las palmaditas en la espalda.
La mayoría siente, en efecto, la necesidad de estatus. Una búsqueda del reconocimiento profesional de sus compañeros, como prueba de su capacidad e importancia. Cada ascenso equivale a escuchar de nuevo el calmante y vitaminado mensaje de “lo maravillosos que uno es”. No es malo que nos halaguen. Lo terrible es necesitar ese halago para seguir viviendo. Muchos estudios indican que los hombres identifican su personalidad en base a las relaciones profesionales (si a ti te parece exagerada esta afirmación haz una prueba: trata de explicar a un extraño quién eres sin hablarle de tu trabajo).
Una imagen, mil informes
El cargo es, pues, el elemento que confiere la identidad necesaria para considerarse importante. Pero sin duda, creer en esta regla refleja síntomas de inseguridad y baja autoestima, ya que el falso silogismo que de ella se infiere es que si desaparece el cargo, uno ya no es nadie. A otros es la necesidad de control la que les impulsa. Son los que disfrutan ejerciendo su influencia y autoridad sobre los empleados (“He dicho que se haga así y punto”). Porque para los que padecen el síndrome de la zanahoria no importa tanto quién tiene la razón, sino quién tiene el control. Quienes se mueven por motivaciones externas son, generalmente, seres inseguros que no confían en sus propias fuerzas. Dócilmente sometidos a los paulovianos principios de estímulo-respuesta, acaban siendo las típicas víctimas del síndrome de la zanahoria. Son, por ejemplo, los activistas. Están siempre pendientes de su jefe. Cuando éste ordena algo reaccionan como un resorte: ”¡Eso está hecho” . Y, efectivamente, son buenos ejecutores. Pero no ejecutivos.
Cuando ascienden los trepas, estas víctimas del síndrome de la zanahoria son invadidas por la euforia. Se ven a sí mismos como iluminados investidos de poderes no solo administrativos, sino celestiales. Obnubilados por tal bendición, llegan a creer sinceras las fuertes palmadas que a sus espaldas reciben de sus propios adversarios por ser un chico excelente.