nO hice la mili, pero sería capaz de sentarme en una mesa en cualquier encuentro de quintos (como ésos de 1935 que llegan a nuestro diario un poco más adelante) y contar anécdotas, con pelos y señales, como si yo hubiera sido el protagonista. Podría hablar del campamento en Camposoto, de los ejercicios de montaña en Jaca, de la jura de bandera en Araca, de las tascas de Ceuta y de los lugares donde conseguir buen chocolate, de las juergas en la taberna de La Coruña, de los bichos que asaltaban los dormitorios en Jaén, de los intentos por entrar en la élite de las COEs, de lo lejos que está Canarias...; y si puedo disimular mi edad, de lo más lejos que estaba todavía Sidi Ifni, de la Sanidad Militar y el velódromo de Burgos y de las inundaciones de Valencia. Podría seguir, porque, ya digo, aunque la vida no me llevó por los senderos del servicio a la Patria (¿para qué me quería a mí la Patria si no acertaba en la diana ni en el tirapichón...?), he escuchado durante horas y horas a amigos y conocidos relatar peripecias y lamentar torturas de cuando todas sus vivencias cabían en un petate y el futuro no tenía más destino inmediato que el del conductor del coche que paraba al autoestopista de caqui en la salida de Vitoria o en la de Aizoáin. Los veteranos de la mili se podrán olvidar de su segunda novia o de las primeras vacaciones con sus hijos, pero siempre tendrán archivado eternamente en la memoria el año de régimen cuartelario, las caras, nombres y procedencia de sus compañeros y los caretos de los mandos. Toda esa gente que, como fantasmas de otro tiempo, sigue compareciendo en la invocación de las sobremesas.
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