PUES miren, yo creo que el hecho de que la RAE se nos haya descolgado ahora con un informe condenando los usos no sexistas del lenguaje no es casualidad. Y no lo es porque no hay más que ver cómo esto era aplaudido por el ministro de Educación, asociaciones y colectivos ultra y toda una retahíla de carcas venidos a más por la mayoría absobruta, perdón, absoluta en el Congreso de los Diputados/as.
La paciencia a prueba de bomba que me jalona a la hora de tratar estos temas, esta vez -lo reconozco- está en vías de agotamiento. Porque, vamos a ver, ¿acaso la evolución de la lengua a lo largo de los siglos no ha sido a costa de cuestionar las normas establecidas? ¿O es que seguimos hablando como en el Siglo de Oro español?
Vuestras mercedes tendrán a bien reflexionar conmigo sobre cómo con la palabra aprendemos y aprehendemos el mundo; cómo la construcción social que asumimos mujeres y hombres de forma diferenciada está basada en el lenguaje. ¿Por qué? Porque el lenguaje produce, orienta y modifica el pensamiento humano. Porque las palabras llevan asociadas ideas y conceptos en correspondencia no casual con valores sociales. Y si queremos cambiar los valores injustos para con las féminas, necesariamente habrá que hacer evolucionar las palabras que los alientan.
Estamos diariamente invadidos/as en prensa, radio y televisión por neologismos y anglicismos infumables e innecesarios, sobre todo, para nombrar conceptos que tienen que ver con las nuevas tecnologías y nadie se rasga las vestiduras, aunque se esté convirtiendo nuestro idioma en una amalgama de términos terribles. Eso sí, tratándose de parar los pies a las descaradas de las feministas, entonces a mandar callar, a ponerse de rodillas y con los brazos en cruz sosteniendo la gramática y el diccionario de la RAE; y sin pestañear: castigadas todas mirando a la pared por díscolas.
Es falso que el masculino genérico siempre haya existido para englobarlo todo. En la Edad Media la utilización del masculino no se veía como suficiente para dirigirse en las plazas públicas a hombres y mujeres; y en los oficios o cargos públicos se nombraba de forma diferenciada a varones y féminas. Fue a mediados del siglo XVII cuando un grupo de gramáticos (sin duda, dignos antecesores de nuestros académicos actuales) decidieron que sólo había que utilizar el masculino por ser esta una forma "más noble" que el femenino. Claro que, si desde el Concilio de Nicea hasta el de Trento, la cristiandad tardó casi 12 siglos en decidir si las mujeres teníamos alma o no -o éramos mascotas, y nada más- espero que estos cónclaves lingüísticos que nos aquejan no tarden otro tanto en apearse del burro y ver que no es lo mismo la acepción que tiene el diccionario la palabra zorra a la de zorro. Que foca o cacatúa, además de designar animalitos, también sirven en las acepciones recogidas por la propia RAE para denigrar a mujeres. Que de las 67 expresiones de que consta la palabra hombre, 37 son laudatorias y 7 denigrantes; sin embargo, en el caso de la palabra mujer hay 12, de las cuales 2 son laudatorias y 9 denigrantes, asimilándose éstas últimas a puta o prostituta.
Las propias mujeres nos hemos mimetizado en este uso sexista del lenguaje y muchas veces utilizamos el nosotros como si tal cosa y hasta alguna espeta que ella se llama a sí misma abogado y no abogada para que la tomen en serio. En fin, nosotras tenemos que ser las primeras en enfrentar la batalla reaccionaria que tenemos delante y que amenaza con arrasar con esta cuestión del lenguaje no sexista y con todo lo referente a las políticas de igualdad. Mientras nos ponemos a ello, para conjurar tanto machismo avieso, soliviantado y pingorotudo; recurro a unos versos de Belli y digo que "me levanto orgullosa todas las mañanas y bendigo mi sexo".
Fátima Frutos
Escritora y agente de igualdad