Cine de barrio ha cumplido 19 años en antena. Casi cuatro lustros “recuperando para el gran público las películas más entrañables de nuestro cine”. Eso lo dice su página de Facebook, que conste. Entrañable, según la RAE, equivale a íntimo o muy afectuoso. Un programa de este estilo, camino de las 1.000 ediciones en una televisión pública, abre un interrogante desde el punto de vista de la memoria. Llámenme rebuscado, pero si olvidamos que muchas de sus películas ofrecen la versión más amable de la sociedad franquista, perderemos de vista un elemento clave en la configuración de los recuerdos: la nostalgia. Gran parte de los largometrajes de Cine de Barrio, todo lo casposos que ustedes quieran, tienen el potencial de transportar a sus telespectadores a los albores de la sociedad de consumo; a una estética desaparecida o en vías de extinción, entonces reluciente. La contemplación de aquellos paisajes que un día fueron propios, mezclada con un anhelo de lo perdido (la juventud, los seres queridos o la niñez), pueden llevar a la audiencia a evocar añoranzas poco o nada objetables cuando tienen forma de guateques o excursiones en un 600. El problema asoma cuando esas emociones juegan malas pasadas; cuando esa nostalgia por las estampas extintas se vuelve depredadora, engulle la historia y sustituye la realidad de aquel régimen por una recreación benevolente, entre pintoresca y jatorra.
Muchas de estas películas alimentan un imaginario de candidez en un público que aún encuentra un fondo noblote y sano en esas historias de jovial camaradería y señoritas muy decentes. La idea del Movimiento, vaya. La nostalgia se convierte en credo ideológico cuando atenúa los contornos de esa época estrecha y cargada de hipocresía. El franquismo acumuló miseria, ignorancia, miedo, dogmatismo y odio, los cinco grandes obstáculos, según el filósofo José Antonio Marina, para converger en un marco ético. Ese atraso profundo, que pocas veces se retrata en este cine, se superó no solo gracias a manifestaciones estudiantiles, obreras o vecinales, sino también por medio de multitud de cuestionamientos domésticos y profesionales, de gente anónima que rompió con esfuerzo con lo que tuvo más a mano. Por supuesto que en este pulso colectivo también estuvieron muchos actores y cineastas en liza con la censura, pero fue una lucha desigual. Por ello gran parte de esas películas en apariencia despolitizadas y que Cine de Barrio califica de entrañables rebosan ideología. No de la época, sino del régimen impuesto en esa época, que no es lo mismo. Al fin y al cabo, el primer paso para sortear la tijera del censor era la autocensura.
No pongo en solfa todo el cine de entretenimiento de aquellos años, no digo que haya sido el único en idealizar contextos, ni que su humor no aportase nada positivo. Simplemente planteo que un programa de TVE que empezó en tiempos de Felipe González puede llevar a confundir el franquismo con una postal vintage.
Tal vez sea un malpensado, pero si a Cine de Barrio le añadimos la frecuente reposición de fragmentos del NO-DO más o menos contextualizados, la sospecha se acentúa. La dictadura franquista sigue hablando cada dos por tres en la televisión estatal en primera persona, con esa mezcla tan suya de nacionalismo, clasismo y machismo. En ciertas dosis el NO-DO puede servir de referencia histórica, pero tanta literalidad, tanta propaganda reciclada y tanto costumbrismo selectivo terminan resultando cansinos y hasta ofensivos. Según ha denunciado Jueces para la Democracia, España es, tras Camboya, el segundo país del mundo en número de desaparecidos cuyos restos no han sido recuperados ni identificados. La sola hipótesis de que este oficialismo extemporáneo consiga atemperar la percepción política sobre aquella época es harto inquietante y merece como mínimo consideración.
Mientras la ONU apremia a España a buscar a sus desaparecidos, después de décadas escuchando por estos lares que había que pasar página, pretender nacionalizar la nostalgia a base de edulcorar el pasado es hacer pedagogía de la confusión; un enorme contrasentido y un chorreo con el dinero de todos. Leo: en el primer semestre de 2012, Concha Velasco cobró 107.380 euros por presentar 26 películas a razón de 4.130 euros cada programa. En 2003, Carmen Sevilla firmó un contrato de 24.000 euros por emisión, que era un chollo comparado con el coste de José Manuel Parada. La Ley de Memoria Histórica se promulgó en 2007. El Gobierno de Rajoy eliminó su partida presupuestaria en 2013, y por tercer año consecutivo sigue a cero en las cuentas previstas para 2015. El presidente del Gobierno ha sido fiel a su absoluta falta de sensibilidad para con las víctimas del franquismo y sus “cosas que no importan a nadie” que decía en la oposición, lo que además de un desprecio y un autorretrato, era mentir a sabiendas.
Antes de que algunos se apresuren a llamarme demagogo, permítanme la constatación: no hay ni un euro, ni uno solo, en los Presupuestos Generales del Estado, para buscar los restos de los desaparecidos, pero la pasta, aunque menos, continúa manando para que las películas más entrañables se presenten con caché. Así es este Gobierno, sin fondos para la memoria, pero sí para Cine de Barrio y su pábulo a la nostalgia.
Ahora ya se pueden desahogar a gusto.
El autor es periodista y asesor de comunicación