La persona que ejerce de obispo católico Antonio Cañizares es dado a aportar grandes reflexiones político-religiosas para las hemerotecas de la historia del nacionalcatolicismo. La última ha sido la de afirmar con esa rotundidad que solo está en manos de quien se cree disponer de la verdad absoluta que “no se puede ser independentista y buen católico”. La afirmación, a poco que se piense, es una inmensa tontería. No tiene sustento político alguno. Y menos aún sustento religioso que la pueda sostener. Lo de señalar a los buenos y malos católicos con supuesta infalibilidad tiene su aquel viniendo de quién si hay calderas de fuego allí abajo, quizá tenga reservada una de las más grandes y más cercanas a Pepe Botero. Es una simple postura ideológica personal de Cañizares que, bajo su sotana, alzacuello y demás vestimenta obispal, pretende colar como un dogma irrefutable del ideario católico. No sólo es una tontería, también una impostura personal de Cañizares, que trata de presentar su pensamiento político como una verdad absoluta de la Iglesia católica. No es la primera vez. Cañizares, reubicado como arzobispo en Valencia tras perder el sector ultra de la iglesia católica el control de la conferencia episcopal con la llegada del papa Francisco, también dejó aquella gran perla del pensamiento contemporáneo que decía que “la unidad de España es un bien moral obra del Espíritu Santo” (sic), por supuesto sin ningún argumento evangélico que pueda avalar semejante ocurrencia. Cañizares, como Rouco Varela, representan la España uniforme del bajo palio, nostálgica del nacionalcatolicismo franquista en su versión más conservadora y fastuosamente inmoral en la exhibición de su riqueza. Y también ese catolicismo de poder, empeñado en la batalla política y económica terrenal -sus cuentas siguen amparadas en una opacidad contable y fiscal permitida por el Estado- por encima del mensaje evangélico de humildad y solidaridad de Jesús. Nada nuevo en su historia negra y aún en pleno siglo XXI.