Estamos a cincuenta años vista de un movimiento que no surgió de golpe en París en torno a la Universidad de Nanterre, sino de un inconformismo larvado en los años anteriores que fue prendiendo en las mechas estudiantiles de diferentes partes del mundo cuestionando el imperialismo, el racismo y la política de bloques surgida tras la Segunda Guerra Mundial. Entre los muchos lemas que se esgrimieron con éxito, recuerdo especialmente este de Herbert Marcuse: Seamos realistas, pidamos lo imposible. Aquellas mechas activadas provocaron la transformación de lo que había imperado hasta entonces en Europa. En realidad fue una década inconformista que tuvo como icono histórico al París de 1968.

En los años sesenta la efervescencia contra el autoritarismo fue general. La primera advertencia sucedió cuando el ministro de Juventud y Deportes francés inauguró un centro deportivo en la facultad de Nanterre en enero de 1968. Al finalizar, medio centenar de estudiantes le esperaba liderados por el joven estudiante Daniel Cohn-Bendit, pronto conocido como Dany el Rojo. Los disturbios cierran Nanterre y se expedienta al líder Dany el Rojo, provocando una manifestación de dos mil personas.

Las reivindicaciones reales de este movimiento fueron revolucionarias, revestidas de un halo de intelectualidad progre y en forma de revueltas con un claro sesgo de la izquierda más radical: “¡Hay que hacer añicos la bandera tricolor y reemplazarla por la bandera roja!”, gritaría el mismo Cohn-Bendit pocos meses después. El conflicto y la tensión social llegan a las calles de París con una manifestación multitudinaria en la que ya participan partidos políticos, sindicatos y estudiantes.

Con De Gaulle al frente del gobierno, todo esto le había pillado por sorpresa. Lo cierto es que las elecciones terminaron con una tremenda mayoría de diputados de derecha en la Asamblea Nacional, lo que no evitó el enorme impacto social, redefiniendo la moral vigente de religión, patriotismo y obediencia hacia una nueva moral, con grandes variaciones en la cultura sexual y un cambio en las formas organizativas, rompiendo con las jerarquías que existían también en los movimientos de izquierdas. Y sobre todo el llamado Mayo del 68 acabó convirtiéndose en un símbolo, en un ejemplo contracultural de cómo hacer las cosas y de cómo no hacerlas, y en un icono de la utopía. Aunque no faltan quienes piensan, como Régis Debray, que detrás estuvo el capital para “liquidar a las dos religiones solidarias y en competición que eran la nación y el proletariado”. No es el único en afirmar que a partir de aquel año la izquierda ganó la batalla cultural, pero la derecha ganó la económica. Lo que no lograron es desmontar la religión nacional en Europa con el fin de uniformizar el Homo consumens.

Las revueltas de 1968 reivindicaron al individuo libre del Estado y del control social que hasta entonces habían supervisado su conducta y hasta su indumentaria. Lo importante soy yo y los intereses de la sociedad están después. El individualismo fue el gran legado de 1968, pero esto tuvo consecuencias que aquellos revolucionarios no buscaron, como el surgimiento del neoliberalismo, que es el individualismo económico llevado al extremo. “No fue una revolución, porque el poder siguió en su sitio, pero sí tuvo una repercusión revolucionaria en las costumbres hasta nuestros días”, apunta el politólogo Olivier Filieule; incluida la posterior liberación de la mujer.

La nostalgia de unos y el afán revisionista de otros han acabado proyectando una imagen mítica de Mayo del 1968. No existe consenso sobre lo que realmente representó, pero algunos siguen encontrando elementos para la reflexión actual mientras que, para otros, el movimiento concluyó cuando los trabajadores lograron mejoras salariales con la Confederación General del Trabajo, siendo los artífices de que la revuelta se apaciguara y olvidándose pronto de otras reivindicaciones. Mucho más cerca en el tiempo me quedo con el Indignez-vous! (¡Indignaos!) ético de Stephane Hessel, porque la coherencia es de las pocas cosas que son creíbles.