Vivimos en una sociedad acelerada: lo queremos todo y lo queremos ya, lo que provoca que pensemos que nos estamos dejando algo por hacer o que no llegamos. Y es cierto... Tanto queremos abarcar, que es imposible conseguirlo con buenos resultados.
Somos parte de un sistema capitalista al que la prisa le viene muy bien: el capitalismo se nutre de la aceleración, cuanto más rápido empiece y acabe todo, más se producirá, más necesidades se crearán y mayor será el consumo.
Por supuesto, a todo le salen enemigos, y el de la aceleración es el movimiento slow que tanto y tan caro se nos vende: nos enseñan a adaptar la desaceleración al sistema por medio de bienes y servicios con un precio. Conclusión: continuamos formando parte de ese círculo dinero-mercancía-dinero que nunca acaba.
Es tal la inmersión mediante la aceleración que vivimos que nos explotamos y esforzamos por ser objetos de consumo deseables. Por supuesto, existen multitud de productos que podemos comprar para lograrlo. De nuevo caemos en la trampa. Sin embargo, tiene solución, hay una forma de burlar a la aceleración y salir de la espiral dinero-mercancía-dinero y es: consumir menos. Esto no significa irse a vivir a una tienda de campaña al monte y comer hierbas y bayas, aunque podría ser una forma de hacerlo, pero como somos animales con el consumo en las venas, la mejor manera de paliarlo es la consciencia. O como propone Luciano Concheiro: viviendo en el presente, no resistirse a la velocidad queriendo detenerla sino saliendo de su dinámica: teniendo presencia absoluta.
Pero tenemos que trabajar duro en hallar espacios de desaceleración en los que no intervengan Internet ni la cobertura del teléfono: leer un libro, escuchar una canción o admirar un paisaje sin hacer nada más. Perderle el miedo a las conversaciones profundas, dejar de relacionarnos en persona como lo haríamos en una red social, dejar de hablar en tweets.