e ha ido...". La anciana tía resumió en tres palabras el tránsito que su hermana acababa de realizar del espacio de los vivos al de los difuntos. Antes de expirar, junto a la moribunda se congregó un reducido grupo de familiares. Estuvo acompañada. Fue una soledad compartida. Recuerdo esa imagen después de que este fin de semana haya palpado de cerca otra vez esa fragilidad de la vida y, sobre todo, haya percibido de cerca el dolor de quien no puede despedirse de alguien cercano. En estos cincuenta días en los que hemos manejado las cifras de muertes como las cotizaciones diarias de la Bolsa, que respiramos aliviados con solo escuchar que la cifra diaria baja de doscientos -¡de doscientos!-, conviene detenerse a pensar en el drama de cada una de esas muertes. Del sentimiento que embarga a parientes y amigos. Un pesar multiplicado por la imposibilidad de compartir el aliento final, de repartir la pena y los recuerdos en el corrillo de allegados, de abrazar a la familia, de llorar juntos, que es lo gratificante en estos casos. El que se va, se va solo, y ahora ese distanciamiento decretado por el estado de alarma impide acompañarle y hacernos compañía en ese último tramo juntos. Nunca una despedida fue tan cruel. También para los que se quedan.