De forma simultánea al atentado yihadista de las Torres Gemelas en Nueva York, sin querer establecer una relación causa/efecto, se desataba tal vez el mayor escándalo que ha sufrido la Iglesia Católica en toda su historia, equiparable tan solo a las guerras de religión. En su seno, se destaparon multitud de casos de pedofilia, pederastia y abusos sexuales a menores de edad que, para más inri, se habían ocultado durante demasiado tiempo por las autoridades eclesiásticas para eludir las desafecciones ruidosas y su descrédito, lo que a la postre no se ha podido evitar, sino que se ha convertido en otro gran escándalo por sí mismo. Que esas pérfidas y protervas prácticas estén tipificadas como delitos muy graves, máxime cuando las víctimas han sido niños y niñas, implica necesariamente que el asunto se deba tratar desde una perspectiva policial, judicial y penal. Al crimen de las relaciones sexuales no consentidas con menores, habría que sumar la influencia lograda sobre la otra persona gracias a vestir una sotana, equiparable a la del psiquiatra con el paciente, el profesor con la alumna o cualquier otra donde subsista una relación no igualitaria entre alguien que ejerce sobre otro una autoridad indiscutible e indiscutida. En este sentido, parece demostrado que la abstinencia sexual forzada ha producido desde el punto de vista psiquiátrico esas desviaciones perversas en la conducta de muchos religiosos.

En el Antiguo Testamento, el sabio y rey hebreo Salomón avisa que la castidad solo es posible como un don divino, en los Evangelios aparece la figura de la suegra de Pedro, el primer papa, es decir, que estaba casado, y Jesucristo, antes de hablar de los eunucos por el Reino de los Cielos, menciona que a todo el mundo no le es dado entenderlo. La rumorología siempre nos ha indicado que un porcentaje elevado del clero ha infringido con frecuencia el sexto mandamiento. Algunos historiadores han mencionado inclusive que en Roma existió un barrio especializado en alojar a las amantes de los altos prelados que residían en el Vaticano. De todos modos, si queremos ser justos, debemos recordar que no se puede nunca generalizar. Además, las relaciones amatorias libres y entre adultos se tratan de un asunto interno en el que nosotros no tendríamos ni por qué entrar. El celibato, pues, no es en absoluto un dogma de fe, sino una opción que la Iglesia tomó siglos después de su asentamiento y consolidación y que, por lo tanto, se podría y tal vez se debería modificar. La férrea oposición de una parte a debatir sobre esta cuestión entronca con esa actitud sectaria y antisocial que propiciaba la negativa a reconocer los abusos sexuales a menores que predominaba hasta hace muy poco. Esperemos que el papado de Francisco, si él no tiene fuerzas para acometer esta necesaria tarea, por lo menos haya abierto la puerta a que en muy poco tiempo se produzca este debate imprescindible. Tal vez, el celibato, que para muchos ha resultado ser una carga insoportable, se debería considerar como una opción voluntaria tomada responsablemente por aquel religioso que se sienta capaz de llevarlo a buen fin y durante el tiempo que pueda aguantarlo. Y si durante ese periodo llega el enamoramiento correspondido, lo deseable sería que pueda continuar con sus funciones evangelizadoras y de servicio eclesial. El amor recíproco entre dos personas y la fundación de una familia no debería ser incompatible con anunciar la palabra del Evangelio de una forma reglada, ya que conseguirían realizarse con mayor alegría en el cumplimiento de la llamada sentida. Otra consecuencia positiva sería, sin duda, el aumento exponencial de las vocaciones religiosas, algo que la Iglesia necesita como comunidad de fieles y que resultaría extremadamente provechoso para todos, especialmente para la propia Institución eclesiástica. Además, así se podría mejorar la selección en los seminarios, un elemento siempre beneficioso.